Damos por hecho que vemos objetos o cosas cuando miramos el mundo, pero no es así como las cosas funcionan de verdad. Nuestros desarrollados sistemas de percepción transforman el mundo interconectado, complejo y estratificado en el que vivimos no tanto en «cosas en sí mismas» como en «cosas útiles» (o en sus archienemigas, cosas que nos complican la vida). Se trata de una reducción necesaria y práctica del mundo. Es la transformación de la complejidad casi infinita de las cosas mediante la identificación concreta de nuestro objetivo. Es así como la precisión consigue que el mundo se manifieste de forma razonable. No es en absoluto lo mismo que percibir «objetos».
No vemos entidades carentes de valor y luego les atribuimos significado, sino que percibimos directamente ese significado. Vemos suelos para andar, puertas para escabullirnos y sillas para sentarnos. Por este motivo, un puf y un tocón de árbol, por poco que objetivamente tengan en común, entran en esta misma categoría. Vemos piedras porque podemos lanzarlas, nubes porque puede que nos empiece a llover encima, manzanas para comer y los automóviles de otras personas porque se nos ponen por delante y nos molestan. Vemos herramientas y obstáculos, no objetos o cosas. Es más, vemos herramientas y obstáculos al nivel de análisis accesible que los hace más útiles (o peligrosos) en función de nuestras necesidades, habilidades y limitaciones perceptivas. El mundo se nos revela como algo que utilizar, algo por donde transitar y no meramente como algo que tan solo está allí.
Vemos las caras de las personas con las que hablamos porque necesitamos comunicarnos con esas personas en cuestión y cooperar con ellas. No vemos sus subdivisiones más microscópicas, sus células, o los orgánulos subcelulares, a saber, las moléculas y los átomos que forman esas células. Tampoco vemos el macrocosmos que las rodea: los familiares y amigos que componen sus círculos sociales inmediatos, los sistemas económicos en los que se encuentran insertas o la ecología que las contiene a todas ellas. Por último, y de forma igual de importante, no las vemos a través del tiempo. Las vemos en el inmediato, restringido y apabullante ahora, en vez de aparecer rodeadas por sus ayeres y mañanas, que puede que constituyan una parte más importante que cualquier cosa que esté ocurriendo ahora y que se manifieste de forma obvia. Y tenemos que verlas de esta manera, porque de lo contrario resultaría abrumador.
Cuando miramos al mundo, percibimos tan solo lo que nos basta para que nuestros planes y acciones funcionen y para poder salir adelante. El ambiente donde vivimos compone, pues, lo que nos basta. Se trata de una simplificación del mundo radical, funcional e inconsciente y nos resulta casi imposible no confundirla con el mismo mundo. Pero los objetos que vemos no solo están ahí, en el mundo, para que podamos percibirlos de forma simple y directa. Existen dentro de una relación compleja y multidimensional los unos con los otros y no como objetos manifiestamente separados, delimitados e independientes. No son ellos lo que percibimos, sino su utilidad funcional, y de esta forma los simplificamos lo suficiente para estar en condiciones de entenderlos. De ahí que debamos ser precisos a la hora de seleccionar nuestros objetivos. Si no es el caso, nos ahogamos en la complejidad del mundo.
Esto es válido incluso para las percepciones que tenemos de nosotros mismos, de nuestras propias individualidades. Damos por hecho que terminamos en la superficie de nuestra piel porque eso es lo que percibimos. Pero por poco que nos pongamos a pensar conseguimos entender lo provisorio de ese límite. Por decirlo de alguna forma, cambiamos lo que tenemos por debajo de la piel a medida que el contexto en el que vivimos se altera. Incluso cuando hacemos algo tan aparentemente simple como sujetar un destornillador, nuestro cerebro ajusta automáticamente lo que considera nuestro cuerpo para incluir esa herramienta. Literalmente, podemos sentir cosas tocándolas con el extremo de ese destornillador. Cuando extendemos una mano y tenemos agarrado el destornillador, automáticamente pasamos a tomar en consideración toda su extensión. Podemos rastrear recovecos y rendijas con esta extremidad extendida y entender lo que estamos explorando. Es más, de forma instantánea pasamos a considerar el destornillador que agarramos «nuestro» destornillador y nos comportamos al respecto de forma posesiva. Hacemos lo mismo con las herramientas mucho más complejas que utilizamos en situaciones mucho más complicadas. Los coches que conducimos se vuelven instantánea y automáticamente nosotros mismos. Por eso cuando alguien golpea irritado el capó de nuestro coche durante una discusión en un paso de peatones, nos lo tomamos a nivel personal. No es algo que resulte siempre razonable. Sin embargo, sin la extensión del yo en la máquina, nos sería imposible conducir.
Nuestros límites extensibles también se expanden para incluir a otras personas, tales como familiares, parejas y amigos. Así, una madre se sacrifica por sus hijos. ¿Acaso nuestro padre, nuestro hijo o nuestra mujer representa menos para nuestra integridad que un brazo o una pierna? Podemos responder en parte preguntándonos cuál de los dos preferiríamos perder. ¿Para evitar cuál de las dos pérdidas seríamos capaces de sacrificar más? Practicamos para este tipo de extensión permanente —de compromiso permanente— cuando nos identificamos con los personajes de ficción de libros y películas. Con rapidez y convicción, hacemos nuestros sus tragedias y triunfos. Sin movernos de nuestros asientos representamos numerosas realidades paralelas, extendiéndonos de forma experimental y tanteando múltiples caminos potenciales antes de determinar aquel que acabaremos tomando. Absortos en una obra de ficción podemos incluso llegar a ser cosas que no existen de verdad. Así, en un abrir y cerrar de ojos, dentro de la magia de una sala de cine, nos podemos transformar en criaturas fantásticas. Nos sentamos en la oscuridad delante de una rápida sucesión de imágenes parpadeantes y nos convertimos en brujas, superhéroes, extraterrestres, vampiros, leones, elfos o marionetas de madera. Sentimos lo mismo que ellos y nos encanta pagar para disfrutar de ese privilegio, incluso cuando lo que experimentamos es dolor, miedo o terror.
Algo similar, pero más extremo, es lo que ocurre cuando nos identificamos no con un personaje de una película, sino con todo un grupo dentro de una competición. Piensa en lo que pasa cuando un equipo favorito gana o pierde en un partido de cierta importancia delante de su mayor rival. El gol de la victoria hará que todos los seguidores del mundo se pongan en pie como autómatas, como si fueran una única persona. Es como si todos sus sistemas nerviosos estuvieran directamente conectados al partido que se desarrolla delante de ellos. Los hinchas se toman las victorias y derrotas de sus equipos de forma muy personal, luciendo las camisetas de sus héroes y a menudo celebrando esos partidos ganados o perdidos más que cualquier otro acontecimiento de los que realmente ocurren en sus existencias cotidianas. Esta identificación se manifiesta de forma profunda, incluso a nivel bioquímico y neurológico. Así, las experiencias indirectas de victoria o derrota elevan y reducen los niveles de testosterona entre los seguidores que «participan» en la competición. Nuestra capacidad de identificación es algo que se manifiesta en cada uno de los niveles de nuestro Ser.
De la misma forma, en la medida en que somos patrióticos, no es que nuestro país sea importante para nosotros, sino que es nosotros mismos. Así, puede que lleguemos a sacrificar toda nuestra pequeña entidad en una batalla para mantener su integridad. Durante gran parte de la historia, esta disposición a la muerte se ha considerado algo admirable y valiente, parte de las obligaciones humanas. Pero, paradójicamente, se trata de una consecuencia directa, no de nuestra hostilidad, sino de nuestra extrema sociabilidad y nuestra voluntad de cooperación. Si podemos llegar a ser no solo nosotros, sino también nuestras familias, nuestros equipos y nuestros países, entonces es que tendemos a la cooperación, algo que se apoya en los mismos mecanismos intrínsecamente innatos que nos llevan a nosotros y a otras criaturas a proteger nuestros cuerpos.