Tenía por entonces un amigo al que llamaremos Chris. Era un chico listo, leía mucho y le gustaba el mismo tipo de ciencia ficción que a mí (Bradbury, Heinlein, Clarke). Era creativo y le interesaban los juegos de electricidad, los engranajes y los motores. Era un ingeniero nato. Sin embargo, todo esto quedaba eclipsado por algún problema familiar. No sé de qué se trataba. Sus hermanas eran listas, su padre afable y su madre amable. Las chicas no parecían tener problema alguno, pero a Chris lo habían desatendido de forma grave. A pesar de su inteligencia y su curiosidad, rebosaba rabia, resentimiento y desesperanza.
Todo esto se manifestaba materialmente en el aspecto de su camioneta azul Ford de 1972. El inolvidable vehículo tenía por lo menos una abolladura en cada palmo de su ruinosa carrocería. Peor aún, tenía un número similar de abolladuras por dentro, provocadas en este caso por el impacto de diferentes partes del cuerpo contra las placas interiores, cada vez que se producían los continuos accidentes que causaban las abolladuras de fuera. La camioneta de Chris era el exoesqueleto de un nihilista. Llevaba una pegatina con un delirante juego de palabras que, en combinación con las abolladuras, elevaba el vehículo al teatro del absurdo. Y muy poco de todo eso era, por decirlo de algún modo, accidental.
Cada vez que Chris estrellaba su camioneta, su padre la arreglaba y le compraba otra cosa. Tenía una motocicleta y una furgoneta para vender helados, pero a la moto no le hacía el menor caso y nunca vendió un solo helado. A menudo se quejaba de su padre y de la relación que tenían, pero este era muy mayor y se encontraba enfermo, con una dolencia que no le diagnosticarían hasta muchos años más tarde. No tenía la energía que debería tener y quizá no podía prestarle la suficiente atención a su hijo. Quizá no fue más que eso lo que fracturó su relación.
Chris tenía un primo, Ed, que era unos dos años más joven. Me caía muy bien, o por lo menos todo lo bien que te puede caer el primo más pequeño de un amigo adolescente. Era alto, listo, guapo y encantador. También era muy ocurrente. Si lo hubieras conocido cuando tenía doce años, le habrías presagiado un gran futuro. Pero Ed fue yendo de mal en peor hasta acabar llevando una vida marginal, a la deriva. No se enfadaba tanto como Chris, pero cargaba con la misma confusión. Quien hubiera conocido a los amigos de Ed probablemente habría dicho que se echó a perder por su culpa. Pero sus colegas no estaban más perdidos ni eran más delincuentes que él, aunque, por lo general, sí eran algo menos brillantes. También es cierto que su situación —la de Ed y la de Chris— no mejoró precisamente cuando descubrieron la marihuana. No es que la marihuana sea más mala para todo el mundo de lo que pueda serlo el alcohol. En ocasiones, incluso parece que consigue que la gente esté mejor. Pero no fue así en el caso de Ed, ni tampoco en el de Chris.
Para divertirnos en las largas noches, Chris, Ed y yo, junto al resto de los adolescentes, dábamos vueltas y más vueltas en nuestros coches y camionetas de los años setenta. Bajábamos a toda velocidad por la calle principal, seguíamos por la avenida del ferrocarril hasta más allá del instituto, dábamos una vuelta por el extremo norte del pueblo y llegábamos a la parte oeste; o subíamos calle principal arriba, dábamos una vuelta por el extremo norte del pueblo e íbamos hasta la parte este, y así una y otra vez, interminablemente. Cuando no conducíamos por el pueblo, lo hacíamos por el campo. Un siglo antes, unos topógrafos habían trazado una enorme cuadrícula que cubría casi ochocientos mil metros cuadrados de la enorme pradera del oeste. Cada tres kilómetros en dirección norte había un camino de grava que se extendía hacia el infinito de este a oeste. Y cada kilómetro y medio en dirección oeste, aparecía otro camino similar de norte a sur. Nunca se nos acababan los caminos.