EL PÁRAMO DE LOS ADOLESCENTES

Cuando no andábamos dando vueltas por el pueblo y sus alrededores, estábamos de fiesta. Algunos adultos relativamente jóvenes (o algunos adultos mayores relativamente sórdidos) invitaban a sus amigos y la reunión acababa atrayendo a todo tipo de acoplados. Algunos de ellos eran verdaderos indeseables desde el principio y otros lo eran en cuanto se ponían a beber. Una fiesta también podía empezar de forma imprevista cuando los inconscientes padres de algún adolescente estaban fuera del pueblo. En esas ocasiones, los ocupantes de los coches y camionetas que andaban arriba y abajo veían una casa con las luces encendidas pero sin coche aparcado delante. Lo que ocurría entonces no era nada bonito. Y algunas veces la cosa se iba totalmente de las manos.

No me gustaban las fiestas adolescentes, no las recuerdo con ningún tipo de nostalgia. En realidad eran bastante deprimentes. La iluminación siempre era tenue como para minimizar la timidez. La música se ponía tan fuerte que era imposible mantener ningún tipo de conversación, aunque de todas formas tampoco había gran cosa de que hablar. Además, siempre se contaba con la presencia de algunos de los psicópatas locales y todo el mundo bebía y fumaba demasiado. En el ambiente flotaba una sensación deprimente y opresiva, de desorientación absoluta, y nunca ocurría nada (excepto aquella vez en la que un compañero mío de clase muy introvertido se puso a agitar borracho su escopeta del calibre 12 cargada, o aquella otra en la que la chica con la que luego me casaría se puso a insultar con el mayor de los desprecios a un tipo que la amenazaba con un cuchillo, o cuando otro amigo trepó a un árbol enorme, se colgó de una rama y acabó cayendo de espaldas medio muerto al lado del fuego que acabábamos de encender, justo un minuto antes de que el cabeza de chorlito de su colega hiciera lo propio).

Nadie sabía qué diablos se hacía en esas fiestas. ¿Esperar a que llegara una animadora? ¿Esperar a Godot? Aunque sin lugar a dudas se habría preferido lo primero (si bien los equipos de animadoras eran pocos en nuestro pueblo), la realidad se aproximaba más a lo segundo. Supongo que sería más romántico dar a entender que nos habría encantado hacer algo más productivo, teniendo en cuenta lo aburridos que estábamos. Pero no es así. Todos íbamos de cínicos prematuros, de cansados con el mundo, incapaces de asumir responsabilidades, con lo que de ninguna forma nos habríamos apuntado a los clubes de debate, los grupos de exploradores o las actividades deportivas extraescolares que los adultos intentaban organizar. No molaba hacer cosas. No sé cómo era la vida de los adolescentes antes de que los revolucionarios de finales de los sesenta recomendaran a toda la juventud eso de ponerse hasta arriba, sintonizar y pasar de todo. ¿Era aceptable en 1955 que un adolescente estuviera por voluntad propia en un club? Porque desde luego no era lo que ocurría veinte años después. Muchos de nosotros nos pusimos hasta arriba y pasamos de todo, pero muy pocos conseguimos sintonizar.

Yo quería estar en otro lado y no era el único. Todos los que acabaron por marcharse del Fairview en el que crecí ya tenían claro que se irían a los doce años. Yo desde luego lo tenía claro. Mi mujer, que creció conmigo en la calle en la que nuestras dos familias vivían, también lo tenía claro. Mis amigos de entonces, los que se fueron y los que no, también lo tenían claro, independientemente del camino que llevaran. En las familias de aquellos que en principio irían a la universidad este tipo de ideas, aunque no se hablara de ello, se consideraban totalmente normales. Y para quienes venían de familias con menor nivel educativo, un futuro que pasara por la universidad ni siquiera se concebía. Y no era por falta de dinero, ya que las tasas de la enseñanza superior eran muy asequibles por entonces y en la provincia de Alberta había mucho trabajo y muy bien pagado. En los años ochenta gané más dinero trabajando en una serrería de lo que volvería a ganar haciendo cualquier otra cosa durante los siguientes veinte años. Nadie se quedaba sin ir a la universidad por falta de dinero en la opulenta Alberta del petróleo de los años setenta.

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