Cuando entré en el instituto todos los de mi primera pandilla ya habían colgado los estudios, así que hice dos nuevos amigos que venían internos a Fairview. Su pueblo, Bear Canyon —«el cañón de los osos», muy apropiado—, estaba todavía más lejos de todo y no tenía escuelas donde estudiar más allá de los catorce años de edad. Eran un dúo ambicioso, al menos en comparación con nosotros: sinceros y responsables, pero también divertidos y muy graciosos. Cuando me fui del pueblo para entrar en la universidad, en el Grande Prairie Regional College, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, uno de ellos se convirtió en mi compañero de habitación, mientras que el otro se marchó a un lugar diferente para seguir con sus estudios. Ambos apuntaban lejos y sus decisiones en ese sentido reforzaron las mías.
Cuando empecé la universidad, estaba contento como unas pascuas. Encontré otro grupo más nutrido de compañeros con mis mismos intereses, en el que también entró mi amigo de Bear Canyon. A todos nos apasionaban la literatura y la filosofía y dirigíamos el consejo estudiantil, que por primera vez en su historia generó ganancias gracias a los bailes que organizábamos. ¿Cómo puedes perder dinero vendiéndoles cerveza a los universitarios? Lanzamos un periódico y conocimos a nuestros profesores de Ciencias Políticas, Biología y Literatura en los pequeños seminarios que caracterizaron nuestro primer año de estudios. Los docentes agradecían nuestro entusiasmo y enseñaban con esmero. Estábamos construyendo una vida mejor.
Así que me desprendí de una gran parte de mi pasado. En los pueblos todo el mundo sabe quién eres, así que vas arrastrando los años a tus espaldas, como un perro que corre con unas latas atadas a la cola. No puedes escapar de la persona que has sido. Por entonces no todo estaba en internet, gracias a Dios, pero sí que quedaba almacenado de una forma igualmente indeleble en los recuerdos y las expectativas de todo el mundo, se dijera o no.
Sin embargo, cuando te mudas, todo queda como suspendido, por lo menos durante un tiempo. Es una situación estresante, pero en el caos surgen nuevas posibilidades. Nadie te puede juzgar con sus viejos prejuicios, ni siquiera tú mismo. Es como si te sacudieran tan fuerte que te hicieran descarrilar y tuvieses que construir una vía nueva, mejor, junto a personas que quieren llegar a un lugar mejor. A mí me parecía que se trataba simplemente de una progresión natural y que cualquier persona que se mudaba pasaba por la misma experiencia, renaciendo como un fénix. Pero no siempre pasa así.
Una vez, cuando tenía unos quince años, fui con Chris y otro amigo, Carl, a Edmonton, una ciudad de 600.000 habitantes. Carl nunca había estado en una ciudad, algo que no resultaba nada extraño. El viaje de ida y vuelta entre Fairview y Edmonton era de casi mil trescientos kilómetros, una distancia que yo ya había cubierto en muchas ocasiones, unas veces con mis padres y otras sin ellos. Me gustaba el anonimato que la ciudad permitía y me gustaban los nuevos comienzos. Me gustaba escapar de la claustrofóbica y deprimente cultura adolescente de mi pueblo, así que convencí a mis dos amigos para hacer el viaje juntos. Pero su experiencia fue totalmente distinta. Nada más llegar, Chris y Carl querían comprar hierba, así que nos dirigimos a las zonas de Edmonton que eran exactamente iguales que lo peor de Fairview. Allí encontramos a exactamente los mismos camellos furtivos callejeros y luego nos pasamos todo el fin de semana bebiendo en el hotel. Aunque recorrimos una larga distancia, no habíamos ido a ninguna parte.
Unos años más tarde, pude ver un ejemplo todavía más atroz. Me había mudado a Edmonton para terminar la carrera. Alquilé un apartamento con mi hermana, que estaba estudiando Enfermería y, como yo, era de las personas a las que les gusta salir de su burbuja. (Muchos años después, ella plantaría fresas en Noruega, organizaría safaris por África, llevaría camiones de contrabando a través del desierto del Sáhara bajo la amenaza tuareg y cuidaría de bebés gorilas huérfanos en el Congo). Vivíamos bien en un apartamento acogedor en un bloque nuevo que dominaba todo el valle del río Saskatchewan Norte y tenía al fondo una vista de todo el centro de la ciudad. En un momento de entusiasmo me compré un flamante piano de pared. Vaya, que el piso estaba muy bien.
Me enteré entonces por terceras personas que Ed —el primo más joven de Chris— se había mudado a la ciudad y me quedé gratamente sorprendido. Un día, me llamó y lo invité a casa porque quería ver qué tal le iba. Esperaba que estuviera desarrollando parte del potencial que había visto en él. Pero no fue así. Ed apareció más viejo, calvo y encorvado. El aire de joven adulto al que no le va del todo bien era mucho más marcado que el de joven con posibilidades. Sus ojos enrojecidos y entrecerrados lo delataban como un porrero empedernido. Ed había conseguido un trabajillo cortando césped y a veces haciendo algo de jardinería que no habría estado mal para un universitario a tiempo parcial o para alguien que no tiene otras posibilidades, pero que resultaba un despropósito para una persona inteligente.
Vino acompañado de un amigo.
Y de hecho recuerdo sobre todo a su amigo. Estaba grogui. Colgadísimo. Fumado hasta las cejas. Su cabeza y nuestro apartamento, tan pulcro y civilizado, no parecían proceder del mismo universo. Mi hermana estaba en casa y conocía a Ed. No era la primera vez que veía a alguien en ese estado, pero de todos modos a mí no me hacía gracia que Ed hubiera traído a un tipo semejante. Ed se sentó y su amigo también, aunque no estaba claro si se daba cuenta de nada. Era bastante tragicómico y Ed, aunque estaba muy fumado, no podía dejar de sentir vergüenza. Mientras bebíamos unas cervezas, el amigo de Ed miraba hacia arriba. «Mis partículas están desperdigadas por todo el techo», consiguió decir. Nunca se han pronunciado palabras más ciertas.
Me llevé a Ed a un lado y le dije educadamente que tenía que irse. Le dije que no tendría que haberse presentado con el inútil de su colega. Él asintió y lo entendió perfectamente, lo que empeoraba aún más las cosas. Su primo mayor Chris me escribiría mucho más adelante al hilo de todo esto. Es algo que incluí en mi primer libro. «Tenía amigos —me contaba—. Antes. Cualquier persona con el suficiente desprecio por sí misma para poder perdonarme el que yo sentía por mí»
¿Qué hacía que Chris, Carl y Ed fueran incapaces (o peor, que no tuvieran la mínima intención) de moverse, de cambiar de amistades y de mejorar las circunstancias de sus vidas? ¿Era inevitable, una consecuencia de sus propias limitaciones, de enfermedades y traumas latentes del pasado? Después de todo, la gente varía considerablemente, de maneras que parecen al mismo tiempo estructurales y deterministas. La gente presenta diferentes niveles de inteligencia, que es en gran parte la habilidad de aprender y transformarse. La gente también tiene personalidades muy diferentes: hay personas activas y otras pasivas. Algunos son inquietos y otros, tranquilos. Por cada individuo que va detrás de un logro hay otro indolente. La verdad es que el grado en el que estas diferencias constituyen una parte inmutable de una persona es mayor de lo que un optimista podría suponer o desear. Y luego quedan las enfermedades, mentales o físicas, diagnosticadas o invisibles, que limitan todavía más o modifican nuestras vidas.
Chris tuvo un brote psicótico a los treinta y tantos, después de bordear la locura durante muchos años. Se suicidó poco después. ¿Su abuso de la marihuana precipitó el desenlace o no era más que una forma legítima de automedicación? Lo cierto es que el uso de analgésicos de prescripción médica ha descendido en los estados que han legalizado la marihuana, como Colorado.69 Quizá la hierba no empeoró la situación de Chris, sino todo lo contrario. Quizá alivió su sufrimiento en vez de exacerbar su locura. ¿Acaso fue la filosofía nihilista a la que se entregaba lo que allanó el camino hacia su crisis final? ¿Y a su vez ese nihilismo era una consecuencia de una verdadera enfermedad mental o tan solo una racionalización intelectual de su falta de disposición para asumir responsabilidades? ¿Por qué, de la misma forma que su primo o mis otros amigos, eligió continuamente a gente y lugares que no eran buenos para él? En ocasiones, cuando una persona tiene una mala opinión de sí misma —o quizá cuando se niega a responsabilizarse de su propia vida — elige, a la hora de conocer a gente, exactamente al mismo tipo de individuos que en el pasado le resultaron problemáticos. Se trata de personas que piensan que no merecen nada mejor, así que directamente no lo buscan. O tal vez no quieren asumir las molestias que algo mejor representaría. Freud lo denominó «compulsión de repetición». Consideraba que era un impulso inconsciente de repetir los horrores del pasado: unas veces, para formularlos de forma más precisa o para intentar dominarlos de forma más activa; otras, por simple falta de alternativas. La gente crea su propio mundo con las herramientas que tiene a su alcance y unas herramientas defectuosas producen resultados defectuosos. El uso repetido de las mismas herramientas defectuosas produce los mismos resultados defectuosos. Es así como aquellos que no han sacado ninguna lección del pasado quedan condenados a repetirlo. En parte es el destino; en parte, la incapacidad; y en parte…, ¿las pocas ganas de aprender?, ¿la negativa a aprender?, ¿que tienen «sus motivos»?