La Historia Más Antigua Y La Naturaleza Del Mundo

Al parecer, en el relato del Génesis aparecen entrelazadas dos historias acerca de la creación llegadas de dos fuentes distintas desde Oriente Próximo. En la primera por orden cronológico pero históricamente más reciente, conocida como tradición sacerdotal, Dios creo el cosmos utilizando su palabra divina, creando la luz, el agua y la tierra al nombrarlas, y después las plantas y los cuerpos celestes. Entonces creo los pájaros, los animales y los peces (de nuevo, hablando) y termino con los humanos, hombre y mujer, ambos en cierto modo según su propia imagen y semejanza. Todo eso ocurre en el primer capítulo del Génesis. En la segunda y más antigua versión, de la tradición yahivsta, encontramos otro relato, en el que aparecen Adán y Eva (los detalles de la creación difieren en algunos aspectos) y las historias del Abel y Caín, Noé y la torre de Babel. Todo esto ocupa los capítulos 2 al 11 del Génesis. Para entender el primer capítulo del Génesis, el de la tradición sacerdotal, con su insistencia en la palabra como fuerza creativa fundamental, en primer lugar hay que recordar algunos supuestos esenciales de la Antigüedad, que resultan notablemente distintos tanto en su carácter como en su intención de los supuestos científicos, muy recientes históricamente.

Las verdades científicas se explicitaron hace apenas quinientos años con las obras de Francis Bacon, Rene Descartes e Isaac Newton. Fuera como fuese que nuestros antecesores contemplaban el mundo hasta entonces, no era a través del prisma de la ciencia, igual que hasta entonces no habían podido observar el cielo a través de la lente de un telescopio. Puesto que ahora somos tan científicos (y tan determinadamente materialistas), nos cuesta mucho incluso comprender que puedan existir otras formas de ver el mundo, que , de hecho, existen. Pero la gente que vivía en el tiempo remoto en el que surgieron los relatos épicos fundacionales de nuestra cultura se preocupaba mucho más por las acciones que la supervivencia imponía (y por interpretar el mundo en consecuencia) que por nada que se acercara mínimamente a lo que hoy consideramos la verdad objetiva.

Antes de que emergiera la visión científica del mundo, la realidad estaba construida de una forma distinta. El Ser se comprendía como un lugar de acción, no como un lugar de cosas. Se concebía como un espacio más proclive a la narración, al drama. Esa narración o ese drama se vivía, era una experiencia subjetiva, ya que se manifestaba en cada momento en la consciencia de todas las personas vivas. Era algo así como las anécdotas que nos contamos de nuestras vidas y su importancia personal, o como los sucesos que se describen en las novelas cuando se consigue captar la existencia en unas páginas. Una experiencia subjetivas, que incluye objetos familiares como los árboles o las nubes, fundamentalmente objetivos, pero que también (y sobre todo) contiene cosas como emociones y sueños, así como hambre, sed o dolor. Son estas cosas, experimentadas personalmente, las que constituyen los elementos fundamentales de la vida humana desde la perspectiva arcaica y dramática. Se trata, pues, de elementos que ni siquiera la mente moderna, con su reduccionismo materialista, es capaz de reducir fácilmente a algo imparcial y objetiva. Pongamos como ejemplo el dolor, el dolor subjetivo. Es algo tan real que ningún argumento puede cuestionarlo. Todo el mundo se comporta como si su dolor fuera real, básica y fundamentalmente real. El dolor cuenta más que la materia y es por eso, en mi opinión, que tantas tradiciones del mundo consideran que el dolor consustancial a la existencia es la verdad irreducible ser Ser.

En cualquier caso, aquello que vivimos de forma subjetiva se parece mucho más a una novela o una película que a una descripción científica de la realidad física. Es el drama de la experiencia vivida: la única, trágica y personal muerte de tu padre, comparada con la muerte objetiva que aparece enumerada en los registros de los hospitales; el dolor de tu primer amor, la desesperación de las esperanzas frustradas; la alegría que estalla cuando un niño consigue algo.

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