¿QUÉ VEMOS CUANDO NO SABEMOS QUÉ ESTAMOS MIRANDO?

¿En qué se ha convertido el mundo tras la destrucción de las Torres Gemelas? ¿Qué queda en pie, si es que queda algo? ¿Qué horrible monstruo surge de las ruinas cuando los pilares invisibles que sustentan el sistema financiero mundial se estremecen y se derrumban? ¿Qué vemos cuando nos encontramos atrapados en el fuego y la exaltación de una manifestación nacionalsocialista o cuando estamos aterrorizados y muertos de miedo en medio de una masacre en Ruanda? ¿Qué vemos cuando no podemos entender lo que nos está ocurriendo, cuando no podemos determinar dónde estamos, cuando ya no sabemos quiénes somos ni entendemos lo que nos rodea? Lo que no vemos es el mundo conocido y reconfortante de las herramientas —de los objetos útiles—, de las personalidades. Ni siquiera vemos los obstáculos que nos resultan familiares y que podemos evitar, esos que, por desestabilizantes que sean en tiempos normales, ya hemos aprendido a dominar.

Lo que percibimos cuando las cosas se derrumban ya no es el mismo escenario ni los mismos parámetros del orden habitable. Es, retomando los términos bíblicos, el eterno y líquido tohu va bohu, el vacío informe, y el tehom, el abismo, es decir, el caos, que se mantiene permanentemente al acecho tras los endebles contornos de nuestra seguridad. A partir de ese caos la sagrada palabra divina extrajo el orden al principio de los tiempos, de acuerdo con las opiniones más antiguas expresadas por la humanidad. Y a imagen y semejanza de esa misma palabra fuimos creados, hombre y mujer, de acuerdo con esos mismos pareceres. A partir del caos emergió originalmente cualquier tipo de estabilidad que hayamos tenido la suerte de disfrutar, por un espacio de tiempo limitado, cuando aprendimos a percibir. Es el caos lo que vemos cuando las cosas se derrumban, incluso si no podemos verlo de verdad. ¿Y qué significa todo esto?

Se trata de una emergencia, en el doble sentido de la palabra. Es decir, de la repentina manifestación proveniente de un lugar desconocido de un fenómeno (palabra que viene del griego phainesthai, «resplandecer») previamente desconocido. Es la reaparición del dragón eterno, que sale de su eterna cueva tras haber despertado de su duermevela. Es el inframundo, con sus monstruos que se elevan desde las profundidades. ¿Cómo nos preparamos para una emergencia cuando no sabemos qué es lo que ha emergido o de dónde? ¿Cómo nos preparamos para la catástrofe cuando no sabemos qué esperar o cómo actuar? De alguna forma dejamos a un lado nuestras mentes, que son demasiado lentas y pesadas, y recurrimos a nuestros cuerpos, que pueden reaccionar con mucha mayor rapidez.

Cuando las cosas se derrumban a nuestro alrededor, nuestra percepción desaparece y actuamos. Las antiguas respuestas reflexivas que cientos de millones de años han convertido en automáticas y eficientes nos protegen en esos momentos nefastos en los que falla no solo el pensamiento, sino también la percepción. En tales circunstancias, nuestros cuerpos reaccionan ante posibles eventualidades. En un primer momento, nos quedamos congelados. Los reflejos del cuerpo se empiezan a transformar entonces en emociones, el siguiente paso de las percepciones. ¿Es algo que da miedo? ¿Algo útil? ¿Algo contra lo que hay que luchar? ¿Algo que se puede ignorar? ¿Cómo y cuándo vamos a determinarlo? No lo sabemos. Ahora nos encontramos en un estado de alerta muy costoso y exigente. En nuestros cuerpos se disparan el cortisol y la adrenalina. El latido del corazón se nos acelera y respiramos de forma más rápida. Con dolor, nos damos cuenta de que nuestro sentido de ser competentes, de estar completos, se ha esfumado, que no era más que un sueño. Entonces echamos mano de recursos físicos y psicológicos que habíamos acumulado abnegadamente justo para estas situaciones y con los que afortunadamente podemos contar. Nos preparamos para lo peor o para lo mejor. Apretamos con furia el acelerador y al mismo tiempo nos apresuramos a echar el freno. Gritamos o reímos, sentimos asco o terror, lloramos. Y entonces empezamos a diseccionar el caos.

Y así, la esposa engañada, cada vez más inestable, siente la motivación de revelarlo todo —a sí misma, a su hermana, a su mejor amiga, a un extraño en un autobús— o se repliega en el silencio y le da vueltas al tema de forma obsesiva con el mismo objetivo: «¿Qué salió mal? ¿Qué hizo que fue tan imperdonable? ¿Quién es esa persona con la que ha estado viviendo? ¿Qué clase de mundo es este en el que pueden ocurrir cosas semejantes? ¿Qué clase de dios podría crear un lugar así?». ¿Qué conversación podría entablar con esta nueva persona tan irritante que habita la piel de quien antes era su marido? ¿Qué clase de venganza podría satisfacer su furia? ¿A quién podría seducir en respuesta a tal insulto? Por momentos oscila entre la rabia, el terror, el dolor insoportable y la euforia ante las posibilidades que se le abren con la libertad que ha descubierto.

Los últimos cimientos sobre los que se sintió segura no eran en realidad estables, no eran incuestionables, no eran en absoluto unos cimientos. Su casa estaba levantada sobre una estructura de arena. El hielo sobre el que estaba patinando era demasiado fino. Se cayó a través de él dentro del agua y ahora se está ahogando. Ha sufrido un golpe tan fuerte que su rabia, su terror y su dolor la consumen. Su sentido de la traición se ensancha hasta que engloba el mundo entero. ¿Dónde está? En el inframundo, con todos sus terrores. ¿Cómo ha llegado ahí? Esta experiencia, este viaje a la subestructura de las cosas…, todo no es más que percepción en su forma primigenia; esta consideración de lo que podría haber sido y de lo que todavía podría ser, toda esta emoción y fantasía. Hablamos de toda la percepción profunda que ahora es necesaria antes de que los objetos familiares que conocía reaparezcan, si es que vuelven a hacerlo, en su forma simplificada y cómoda. Es la percepción que existe antes de que el caos de la posibilidad se vuelva a articular en las realidades funcionales del orden.

«¿Realmente ha sido tan inesperado?», se pregunta y pregunta a los demás a medida que piensa sobre el tema. ¿Debería sentirse culpable por haber ignorado todas las advertencias, por sutiles que fueran, por motivos que tuviera para pasarlas por alto? Recuerda el inicio de su matrimonio, cuando cada noche ardía en deseos de estar con su marido para hacer el amor. Quizá las expectativas eran demasiado elevadas, quizá algo así habría sido incluso difícil de soportar, pero ¿tan solo una vez en los últimos seis meses? Y antes que eso, ¿una vez cada dos o tres meses durante años? ¿Acaso alguien a quien pudiera respetar, ella incluida, soportaría una situación semejante?

Hay un cuento infantil que me encanta, There’s No Such Thing as a Dragon («Los dragones no existen»), de Jack Kent. Es una historia muy simple, o al menos eso parece. En una ocasión le leí unas páginas a un grupo de antiguos alumnos de la Universidad de Toronto y les expliqué su significado simbólico. Trata de un niño, Billy Bixbee, que una mañana se encuentra con un dragón sentado en su cama. Tiene más o menos el tamaño de un gato doméstico y es muy amable. Se lo cuenta a su madre, pero ella le responde que los dragones no existen. Pero el dragón va creciendo. Se come todas las tortitas de Billy y pronto ocupa toda la casa. La madre intenta pasar la aspiradora, pero tiene que entrar y salir de la casa por la ventana porque el dragón está por todas partes, así que tarda muchísimo tiempo. Y después el dragón se escapa con la casa encima. El papá de Billy vuelve a casa y no encuentra más que un lugar vacío allí donde solía vivir. El cartero le cuenta dónde está ahora la casa, así que va a buscarla, trepa por la cabeza y el cuello del dragón, que ahora se extiende por toda la calle, y allí encuentra a su mujer y a su hijo. La madre todavía insiste en que el dragón no existe, pero Billy, que a estas alturas ya está un poco harto, no se rinde: «Mamá, hay un dragón». De repente, la criatura empieza a menguar y al rato vuelve a tener el tamaño de un gato. Todo el mundo se pone de acuerdo en que los dragones de esas dimensiones 1) existen y 2) resultan muy preferibles a los que son gigantes. La madre, que en este punto ya ha abierto los ojos, no sin recelo, pregunta de forma algo llorosa por qué tuvo que hacerse tan grande. Billy responde tranquilamente: «Quizá quería llamar la atención».

¡Quizá! Esa es la moraleja de muchas, muchas historias. El caos emerge en un hogar poco a poco. La infidelidad general y el resentimiento se van acumulando. Todo lo que no está en orden se barre debajo de la alfombra, donde los dragones se ponen las botas comiendo migajas. Pero nadie dice nada a medida que la sociedad compartida y el orden negociado del hogar ponen de manifiesto su inadecuación o se desintegran cuando se produce algo inesperado o amenazante. En su lugar, todos hacen como si nada ocurriera. La comunicación requeriría admitir toda una serie de emociones terribles: el resentimiento, el terror, la soledad, la desesperación, los celos, la frustración, el odio, el aburrimiento… A corto plazo, es más fácil mantener la paz. Pero en el fondo, en la casa de Billy Bixbee y en todas las que son así, el dragón va creciendo. Hasta que, un día, da un salto que nadie puede ignorar. Levanta de cuajo toda la casa. Y entonces es una relación extramarital o un litigio por la custodia que dura décadas y que adquiere proporciones ruinosas económica y psicológicamente. Así se manifiesta de forma concentrada toda la amargura que podría haberse extendido de manera tolerable, tema tras tema, durante años de falso paraíso matrimonial. Cada una de los cientos de miles de cuestiones ocultas sobre las que se ha ido mintiendo, que se han evitado, racionalizado, que se han escondido como un ejército de esqueletos acumulados en una especie de inmenso armario de los terrores, todas ellas explotan como si fuera el diluvio de Noé y lo anegan todo. Y aquí no hay arca, porque nadie la ha construido, aunque todo el mundo pudo ver cómo la tormenta se acercaba.

Nunca menosprecies el poder destructivo de los pecados de omisión.

Quizá la pareja dinamitada podría haber tenido una conversación, o dos, o doscientas acerca de su vida sexual. Quizá la intimidad física que sin duda antes compartían tendría que haberse correspondido, como a menudo no sucede, con una intimidad psicológica análoga. Quizá podrían haber luchado por definir los roles que desempeñaban en la relación. Durante las últimas décadas muchos hogares han visto cómo se ponía fin a la división tradicional de tareas, a menudo en nombre de la liberación y la libertad. No obstante, esta demolición no ha producido tanta gloria como caos, conflicto e indeterminación. A menudo, la huida de la tiranía no conduce al paraíso, sino a una estancia en el desierto, sin rumbo, en la confusión y la privación. Además, en ausencia de una tradición consensuada, con los impedimentos que conlleva —a menudo incómodos e irracionales—, solo existen tres opciones difíciles: la esclavitud, la tiranía o la negociación. El esclavo o la esclava se limita a hacer lo que le indican, feliz, quizá, de evitar la responsabilidad, y resuelve así el problema de la complejidad. Pero no es sino una solución temporal, ya que el espíritu esclavizado se rebela. El tirano lo único que hace es decirle al esclavo qué tiene que hacer y resuelve así el problema de la complejidad. Pero de nuevo es una solución temporal, porque el tirano se aburre del esclavo. No tiene delante a nadie ni nada más que la obediencia más previsible y taciturna. ¿Quién puede vivir siempre así? Pero negociar es algo que exige a ambos jugadores que admitan con franqueza que existe un dragón. Se trata de una dificultad a la que no es fácil plantarle cara, incluso cuando todavía es demasiado pequeño como para poder devorar al caballero que se atreve a enfrentarse a él.

Quizá la pareja dinamitada podría haber especificado de manera más precisa su forma deseada de Ser. Quizá de ese modo podrían haber impedido juntos que las aguas del caos se desbordaran incontrolablemente y los ahogaran. Quizá habrían podido hacer todo eso en vez de replegarse en la agradable, perezosa y cobarde excusa del «está bien así, no vale la pena ponerse a pelear». Pocas cosas en un matrimonio son tan pequeñas que no merezca la pena discutirlas. El matrimonio significa estar atrapado como dos gatos dentro de un barril, unidos el uno al otro por una promesa que en teoría dura hasta que uno de los dos muere. Esta promesa sirve para que os toméis ese puñetero tema con suficiente seriedad. ¿De verdad quieres que el mismo incordio insignificante te atormente cada día de tu matrimonio durante todas las décadas de su existencia?

«Bueno, es algo que puedo aguantar», piensas. Y quizá está bien que lo hagas. No eres ningún modelo de tolerancia auténtica. Y quizá, si sacaras a colación cómo la risita de tu pareja cada vez te suena más como unas uñas arañando una pizarra, él o ella te mandaría al cuerno con toda la razón del mundo. Y quizá tú tienes la culpa y tendrías que madurar un poquito y tener la boca cerrada. Pero a lo mejor rebuznar como un burro en mitad de una reunión social no es la mejor impresión que puede causar tu pareja, con lo que no tendrías que dejar pasar el tema. En tales circunstancias, no hay nada como una pelea, una que tenga la paz como objetivo, para revelar la verdad. Pero te quedas en silencio y te convences de que lo haces porque eres una persona buena, pacífica y paciente, cuando lo cierto es que nada podría estar más lejos de la verdad. Y así el monstruo que vive debajo de la alfombra engorda unos kilos más.

Quizá una conversación franca acerca de la insatisfacción sexual hubiera sido mano de santo de haberse realizado en el momento adecuado, por difícil que hubiera resultado entonces. Puede que ella prefiriese ocultamente poner fin a ese tipo de intimidad porque en lo más profundo y secreto vivía el sexo de forma ambivalente. Dios sabe que hay muchas razones para ello. Puede que él fuera un amante horrible y egoísta. Quizá los dos lo fueran. Aclarar algo así bien merece una pelea, ¿no es así? Es una parte importante de la vida, ¿o no? Puede que abordar el problema y, vete a saber, resolverlo justifiquen dos meses de auténtica miseria diciéndose verdades, pero no con el objetivo de destruir o de vencer, porque en ese caso no serían verdades, sino que se trataría de una guerra abierta.

Quizá no era el sexo. Quizá todas las conversaciones entre marido y mujer se habían convertido en una rutina tediosa, en la ausencia de cualquier tipo de aventura común que pudiera animar a la pareja. Quizá era más fácil soportar ese deterioro momento tras momento, día tras día, que asumir la responsabilidad de mantener la relación a flote. Después de todo, las cosas que viven mueren cuando no se les presta atención. Vivir significa realizar una labor constante de mantenimiento. Nadie encuentra una pareja tan a su medida que desaparece la necesidad de perseverar en el trabajo y la atención, y, de todas formas, si encontraras a esa persona perfecta, acabaría huyendo de tu absoluta imperfección con todas las de la ley. Lo cierto es que lo que necesitas o, a fin de cuentas, lo que te mereces es alguien exactamente tan imperfecto como tú.

Quizá el marido que engañó a su mujer era espantosamente inmaduro y egoísta. Quizá ese egoísmo acabó por imponerse. Quizá ella no se opuso a esta inclinación suya con suficiente fuerza y vigor. Quizá no podían ponerse de acuerdo a propósito de la forma más adecuada para disciplinar a los niños y ella terminó por apartarlo de sus vidas como consecuencia. Quizá eso le sirvió a él para librarse de algo que le resultaba una responsabilidad desagradable. Quizá los niños alimentaron auténtico odio en su interior al presenciar esta batalla soterrada, castigados por el resentimiento de su madre y enajenados poco a poco del bueno de papá. Quizá las cenas que ella le había preparado —o que él le había preparado a ella— estaban frías y se comieron con cierto rencor. Quizá todo ese conflicto que nunca se abordó los dejó a ambos cargados de resentimiento, de una forma que nunca se verbalizó, pero que se materializó invariablemente en acciones. Quizá todos esos problemas mantenidos en silencio comenzaron a erosionar las redes invisibles que sostenían el matrimonio. Quizá el respeto se fue transformando lentamente en desprecio y nadie se molestó en darse cuenta. Quizá el amor se fue transformando lentamente en odio, sin que nadie dijera nada.

Todo lo que se aclara y se articula se vuelve visible. Quizá ni la mujer ni el marido querían ver ni comprender y dejaron a propósito que todo permaneciera en la niebla. Quizá fueron ellos los que crearon la niebla, para esconder lo que no querían ver. ¿Qué es lo que ganó la señora cuando pasó de amante a sirvienta o madre? ¿Fue para ella un alivio que desapareciera su vida sexual? ¿Le resultaba más conveniente quejarse a los vecinos y a su madre cuando su marido no estaba mirando? Quizá, en secreto, eso le resultaba más gratificante que cualquier cosa que pudiera derivarse de un matrimonio, por perfecto que fuera. ¿Qué puede llegar a compararse con los placeres de un martirio sofisticado y bien ejercitado? «Es una auténtica santa, casada con un tipo horrible. Se merecía algo mucho mejor». Es un mito muy gratificante con el que vivir, incluso si se ha elegido de forma inconsciente, por mucho que se lamente la realidad de la situación en cuestión. Quizá nunca le gustó de verdad su marido. Quizá nunca le hayan gustado de verdad los hombres, ni ahora tampoco. Quizá era culpa de su madre, o de su abuela. Quizá no hizo más que reproducir su comportamiento, reproduciendo los mismos problemas que se fueron transmitiendo de forma inconsciente e implícita de generación en generación. Quizá estaba vengándose de su padre, de su hermano o de toda la sociedad.

¿Qué es lo que consiguió su marido, por su parte, cuando agonizó la vida sexual en casa? ¿Lo aceptó de forma voluntaria como un mártir y se lamentó amargamente a sus amigos? ¿Lo utilizó como la excusa que necesitaba de cualquier modo para buscarse una amante? ¿Lo utilizó para justificar el resentimiento que todavía experimentaba hacia las mujeres, en general, por todas las veces que lo habían rechazado antes de caer en el matrimonio? ¿Aprovechó la oportunidad para dejarse llevar por la falta de esfuerzo, engordar y volverse vago, ya que de todos modos nadie lo deseaba?

Quizá los dos, tanto la mujer como el marido, aprovecharon la oportunidad de echar a perder el matrimonio para vengarse de Dios, acaso el único Ser que podría haber resuelto toda la situación.

Aquí está la terrible verdad de estas cuestiones: cada una de las razones del fracaso marital que voluntariamente no se procesaron ni se entendieron, sino que por el contrario se ignoraron, se agravará, conspirará y terminará acechando el resto de su vida a esa mujer que fue traicionada por su marido y por sí misma. Lo mismo ocurre con el marido. Todo lo que ella, o él, o ellos, o nosotros debemos hacer para asegurarnos un resultado semejante es simplemente nada: no darnos cuenta, no reaccionar, no vigilar, no discutir, no sopesar, no buscar la paz, no asumir responsabilidades. No te enfrentes al caos para transformarlo en orden, sino que limítate a esperar, sin ningún asomo de ingenuidad o inocencia, a que el caos se desborde y te arrastre.

¿Por qué evitar las cosas si así envenenamos de forma inevitable el futuro? Porque la posibilidad de que exista un monstruo acecha por debajo de cada uno de nuestros desacuerdos y nuestros errores. Quizá la pelea que tienes (o que no tienes) con tu mujer o tu marido significa el principio del final de vuestra relación. Quizá tu relación está acabándose porque eres una mala persona. Es probable, al menos en parte. ¿No es así? Así pues, desencadenar la discusión necesaria para resolver un problema real requiere aunar la voluntad necesaria de enfrentarse a la vez a dos formas con un potencial miserable y peligroso: el caos (la fragilidad potencial de la relación, de todas las relaciones y de la misma vida) y el infierno (el hecho de que tú y tu pareja podáis ser la persona lo suficientemente mala para destruir todo con vuestra pereza y vuestro rencor). Hay poderosos motivos para entregarse a evitarla, pero hacerlo no nos ayuda.

¿Por qué mantenerse en la indefinición cuando así la vida se estanca y se enturbia? Bueno, si no sabes quién eres, puedes esconderte en la duda. Quizá no eres una persona mala, egoísta y mezquina. ¿Quién sabe? Desde luego tú no. Sobre todo si te niegas a pensarlo y tienes todas las razones para no hacerlo. Pero dejar de pensar sobre algo que no quieres saber no sirve para que eso desaparezca. Lo único que haces es intercambiar un conocimiento ajustado, particular y específico de la lista probablemente finita de tus defectos reales por otra lista mucho más larga de incompetencias indefinidas y carencias potenciales.

¿Por qué negarse a investigar cuando el conocimiento de la realidad permite dominarla como un maestro; o si no dominarla, al menos contemplarla desde la altura de un honesto aficionado? Bueno, ¿y qué pasa si de verdad algo está podrido en Dinamarca? ¿Entonces qué? ¿No es mejor en tales circunstancias vivir voluntariamente ciego y disfrutar la bendición de la ignorancia? Pues no si el monstruo es real. ¿De verdad te parece que es buena idea retirarse, abandonar la posibilidad de armarse ante la marea creciente de problemas y de esta forma rebajarte ante ti mismo? ¿De verdad te parece una sabia decisión dejar que la catástrofe vaya ganando fuerza en las tinieblas mientras te encoges, menguas y sientes cada vez más miedo? ¿Acaso no es mejor que te prepares, que afiles tu espada, que escrutes la oscuridad y entonces desafiar al león en su guarida? Puede que acabes herido. De hecho, es lo más probable. Después de todo, la vida es sufrimiento. Pero quizá la herida no sea mortal.

Si en lugar de eso esperas hasta que aquello que te niegas a investigar vaya a aporrear tu puerta, seguro que las cosas no te irán muy bien. Acabará ocurriendo aquello que no deseas de ninguna forma y será cuando estés menos preparado. Aquello que no quieres encontrarte de ninguna forma se revelará justo cuando estés más débil, justo cuando posea la mayor fuerza. Y te derrotará.

Dando vueltas y vueltas en la espiral creciente

no puede ya el halcón oír al halconero;

todo se desmorona; el centro cede;

la anarquía se abate sobre el mundo,

se desata la marea ensangrentada, y por doquier

se anega el ritual de la inocencia;

los mejores están sin convicción, y los peores

llenos de apasionada intensidad.

(William Butler Yeats, El segundo advenimiento)

¿Por qué negarse a ser específicos, cuando especificar el problema nos permitiría solucionarlo? Porque especificar el problema significa admitir su existencia. Porque así te permites saber lo que quieres, digamos, de un amigo o de tu pareja; y entonces sabrás, de forma clara, negro sobre blanco, lo que no te están dando; y eso hará daño de manera aguda y específica. Pero aprenderás algo y lo utilizarás en el futuro. Y la alternativa de ese dolor agudo es la molestia sorda de la desesperanza continua, del fracaso difuso y del sentimiento de que el tiempo, el valioso tiempo, se te escapa de las manos.

¿Por qué negarse a ser específicos? Porque al mismo tiempo que no consigues definir el triunfo, que así se vuelve imposible, también te niegas a definir el fracaso a ti mismo, de tal forma que cuando fracases no te darás cuenta y no te dolerá. ¡Pero algo así no puede funcionar! No te puedes engañar tan fácilmente, a no ser que lo hayas llevado hasta muy lejos. Por el contrario, cargarás con un permanente sentimiento de decepción en tu Ser, así como con el desprecio por ti mismo que conlleva y el odio cada vez mayor hacia el mundo que como resultado se genera (o se degenera).

Alguna revelación se aproxima;

se aproxima el Segundo Advenimiento.

 ¡El Segundo Advenimiento! Lo digo,

y ya una vasta imagen del Spiritus Mundi

 turba mi vista; allá en las arenas del desierto

 una figura con cuerpo de león y cabeza de hombre,

una mirada en blanco y despiadada como el sol,

mueve sus lentos muslos, y en rededor planean

sombras de airadas aves del desierto.

Con la oscuridad de nuevo, mas ahora sé

que a veinte siglos de obstinado sueño

meció en su cuna una pesadilla,

¿y qué escabrosa bestia, llegada al fin su hora,

se arrastra a Belén para nacer?

¿Y si la mujer que ha sido engañada y ahora se ve consumida por la desesperación, de repente se siente determinada a encarar toda la incoherencia del pasado, del presente y del futuro? ¿Y si se decide a desenmarañar todo el lío, a pesar de que eso es precisamente lo que ha evitado hasta ahora, justo cuando está más débil y confusa que nunca? Quizá el esfuerzo acabe con ella, pero de todas formas ya está siguiendo un camino que es peor que la propia muerte. Para resurgir, para escapar, para resucitar, tiene que articular de forma meditada la realidad que cubrió bajo un velo de ignorancia de forma cómoda pero peligrosa tan solo para fingir cierta paz. Tiene que separar los detalles particulares de su catástrofe particular de la intolerable condición general del Ser, en un mundo en el que todo se ha derrumbado. Bueno, todo es quizá demasiado. Fueron tan solo cosas específicas las que se derrumbaron, no todo. Las convicciones identificables fracasaron y las acciones particulares fueron falsas y artificiales. ¿Cuáles eran? ¿Ahora cómo pueden resolverse? ¿Cómo puede llegar a ser mejor en el futuro? Nunca volverá a tierra firme si se niega o si es incapaz de averiguarlo. Puede reconstruir el mundo mediante cierta precisión en lo que piensa, cierta precisión en lo que dice, cierta confianza en sus palabras y cierta confianza en la Palabra. Pero quizá sea mejor dejar que todo permanezca entre tinieblas. Quizá por el momento no quede mucho de ella, quizá una gran parte ha quedado sin revelarse, sin desarrollarse. Quizá simplemente ya no tenga la energía suficiente…

Si hubiera prestado cierta atención antes, si hubiera tenido valor y sido honesta a la hora de expresarse, quizá se habría ahorrado todos estos problemas. ¿Y si hubiera comunicado su infelicidad respecto al declive de su vida romántica justo cuando empezó a decaer? ¿Y si lo hubiera hecho con precisión, con exactitud cuando por primera vez lo vivió como una molestia? O bien, en el caso de que no fuera así, ¿y si hubiera manifestado que no la estaba molestando tanto como quizá tendría que molestarla? ¿Y si hubiera encarado con precaución la forma que tenía su marido de despreciar todos sus esfuerzos domésticos? ¿Habría descubierto que estaba resentida con su padre y con la sociedad y que eso emponzoñaba su vida de pareja? ¿Y si hubiera arreglado todo eso? ¿Cuán fuerte se habría vuelto? ¿No le habría costado mucho menos enfrentarse a las dificultades como consecuencia? ¿Y cómo habría podido contribuir entonces a ayudarse a sí misma, a su familia y al mundo?

¿Y si se hubiera expuesto de forma continua y honesta al conflicto en el presente, en honor a la verdad a largo plazo y la paz? ¿Y si hubiera tratado los pequeños desplomes de su matrimonio como demostraciones de una inestabilidad subyacente, algo que verdaderamente requería atención, en vez de ignorarlos, soportarlos con una sonrisa de una forma tan correcta y agradable? Quizá sería diferente ahora, igual que su marido. Quizá seguirían casados legal y también emocionalmente. Quizá ambos serían mucho más jóvenes de lo que son ahora física y mentalmente. Quizá los cimientos de su casa serían más de piedra y menos de arena.

Cuando las cosas se derrumban y el caos vuelve a aparecer, podemos darle forma y volver a establecer el orden mediante la palabra. Si hablamos con cuidado y de forma precisa, podemos resolver las cosas y dejarlas en el lugar que les corresponde, y después fijarnos un nuevo objetivo y dirigirnos hacia él, a menudo de forma colectiva si negociamos, si alcanzamos un consenso. Si, por el contrario, hablamos de forma descuidada e imprecisa, todo se mantendrá en la indefinición. No podremos anunciar destino alguno. La niebla de la incertidumbre no se disipa y no nos resulta posible avanzar por el mundo negociando.

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