EL MAL SALVAJE

Se ha dicho alguna vez que todas las personas siguen de forma consciente o inconsciente a algún filósofo influyente. La convicción de que los niños poseen un espíritu intrínsecamente puro, estropeado tan solo por la cultura y la sociedad, se deriva en gran parte de Jean-Jacques Rousseau. Este filósofo suizo del siglo XVIII creía firmemente en la influencia perniciosa de la sociedad humana y la propiedad privada y aseguraba que nada era tan noble y maravilloso como el ser humano en su estado no civilizado. Justo para entonces, una vez que advirtió su incompetencia como padre, abandonó a cinco de sus hijos a los tiernos y mortíferos cuidados de los orfanatos de la época. En cualquier caso, el buen salvaje que Rousseau describió era un ideal, una abstracción, arquetípica y religiosa, pero no la realidad de carne y hueso que daba a entender. Siempre tenemos al Niño Jesús mitológicamente perfecto en la cabeza, como representación del potencial de juventud, el héroe recién nacido, la víctima inocente, el hijo perdido del rey legítimo. Simboliza las intuiciones de inmortalidad que acompañan nuestras primeras experiencias. Es Adán, el hombre perfecto que anda junto a Dios en el jardín del Edén antes de su caída. Pero los seres humanos son malos, y también buenos, y la oscuridad que reside de forma permanente en nuestras almas también se puede encontrar con facilidad en nuestras versiones más pequeñas. Por lo general, la gente mejora con la edad, y no al contrario, volviéndose más amable, más atenta y más estable emocionalmente a medida que madura. Resulta muy extraño que el tipo de bullying que en ocasiones se produce de forma espantosa en un patio de colegio se reproduzca en la sociedad de los adultos. No es por nada que la oscura novela El señor de las moscas, de William Golding, se ha convertido en un clásico.

Existen además numerosas pruebas directas de que los horrores del comportamiento humano no pueden atribuirse tan fácilmente a la historia y la sociedad. Quizá el descubrimiento más doloroso a este respecto fue el que la primatóloga Jane Goodall realizó a partir de 1974, cuando entendió que sus amados chimpancés eran capaces de asesinarse entre ellos —utilizando el término referido a los humanos— y que mostraban disposición para hacerlo.92 A causa de su naturaleza horripilante y de su gran valor antropológico, mantuvo en secreto su observación durante años, temiendo que hubiera sido su contacto con los animales lo que los hubiera llevado a manifestar un comportamiento que no era natural. Incluso después de publicar su informe, muchos se negaron a creerla. No obstante, enseguida se aceptó como algo evidente que lo que había observado no era en absoluto algo excepcional.

En pocas palabras, los chimpancés llevan a cabo guerras tribales y además lo hacen con una brutalidad casi inconcebible. Un chimpancé adulto medio viene a ser el doble de fuerte que un ser humano a pesar de su menor tamaño. Goodall anotó con cierto terror la facilidad con la que los chimpancés que estudiaba partían cables y palancas de acero. Los chimpancés pueden despedazarse, literalmente —lo hacen—, y es algo de lo que no se puede culpar a las sociedades humanas y sus complejas tecnologías. «A menudo me despertaba por la noche —escribía Goodall—, con visiones de terribles imágenes: Satán [un chimpancé al que observó durante mucho tiempo], recogiendo con la mano la sangre que perdía Sniff por la barbilla para bebérsela; el viejo Rudolf, tan tranquilo normalmente, lanzando una piedra de unos ocho kilos sobre Godi; Jomeo arrancando un pedazo de piel del muslo de De; Figan atacando y golpeando repetidamente el magullado cuerpo de Goliath, uno de sus héroes de la infancia».96 Los chimpancés adolescentes, fundamentalmente los machos, forman bandas que merodean por los límites de su territorio. Si se encuentra con intrusos —incluso chimpancés que conocen, los cuales en algún momento se desligaron de un grupo que ahora es demasiado grande— y los supera en número, la banda los atacará y los aniquilará sin ninguna compasión. Los chimpancés no poseen un verdadero superego y tampoco está de más recordar que a menudo se sobrevalora la capacidad humana para el autocontrol. La lectura atenta de un libro tan sorprendente y terrorífico como La violación de Nanking, de Iris Chang, que describe las brutalidades cometidas en esa ciudad china por el ejército invasor japonés, bastaría para convencer incluso a quien alimenta las más férreas convicciones románticas a este respecto. Y cuanto menos digamos sobre el Escuadrón 731, una célula de investigación secreta creada por los japoneses en aquellos años, mejor. Lee sobre este tema por tu propia cuenta y riesgo. Y no digas que no te avisé.

Asimismo, los cazadores recolectores son mucho más asesinos que sus homólogos urbanos e industrializados, a pesar de vivir de forma comunal y compartir una cultura local. La tasa anual de homicidios en el Reino Unido es de uno por cada cien mil habitantes. Es cuatro o cinco veces mayor en los Estados Unidos y unas noventa veces más alta en Honduras, que posee el índice más elevado a nivel internacional. Pero, en todo caso, hay suficientes pruebas de que los seres humanos se han vuelto más pacíficos a medida que el tiempo pasaba y las sociedades se hacían mayores y más organizadas. Los aborígenes !kung de África, de los que la antropóloga estadounidense Elizabeth Marshall Thomas presentó en la década de 1950 una visión romántica como «el pueblo inofensivo», tenían un índice de cuarenta asesinatos por cada cien mil habitantes, una cifra que se redujo en un treinta por ciento una vez que se vieron sujetos a la autoridad de un Estado. Se trata de un ejemplo muy instructivo sobre cómo unas estructuras sociales complejas sirven para reducir, no para exacerbar, las tendencias violentas de los seres humanos. Se han registrado hasta trescientos asesinatos por cada cien mil habitantes entre los yanomami de Brasil, un pueblo reputado por su agresividad, pero las estadísticas no acaban aquí. Los habitantes de Papúa Nueva Guinea se matan en índices anuales que oscilan entre ciento cuarenta y mil víctimas por cada cien mil habitantes.101 Sin embargo, el récord parece estar en manos de los kato, un pueblo originario de California: hacia 1840 se daban mil cuatrocientas cincuenta muertes violentas por cada cien mil habitantes.

Como los niños, al igual que cualquier otro ser humano, no son exclusivamente buenos, no se los puede abandonar a su suerte lejos de la civilización para que alcancen la perfección. Hasta los perros tienen que ser socializados antes de convertirse en miembros aceptados de una jauría, y los niños son mucho más complejos que los perros. Esto significa que tienen muchas más probabilidades de ir por el mal camino si no se los entrena, se los disciplina y se los apoya como es debido. Significa también que no solo es incorrecto atribuir a la estructura social todas las tendencias violentas de los seres humanos, sino que es algo tan equivocado que finalmente se le acaba dando la vuelta al fenómeno. El proceso vital de socialización previene en realidad numerosos daños y propicia muchas cosas positivas. Hay que moldear y educar a los niños o de lo contrario no saldrán adelante. Es algo que queda claramente de manifiesto en su propio comportamiento, ya que los chavales hacen todo lo posible por conseguir la atención tanto de otros niños como de los adultos, pues esa atención, que los convierte en jugadores de equipo eficientes y sofisticados, es vital para ellos.

Se puede perjudicar a un niño tanto o más privándolo de verdadera atención como mediante el abuso mental o físico. Este daño por omisión, en vez de por comisión, no resulta menos severo y duradero. A los niños se les hace daño cuando sus condescendientes padres renuncian a convertirlos en personas atentas, respetuosas y espabiladas para dejarlos en un estado de inconsciencia e indiferencia. A los niños se los daña cuando quienes tendrían que cuidar de ellos, por temor a cualquier conflicto o discordia, ya no se atreven a corregirlos y los dejan sin orientación alguna. Puedo reconocer a este tipo de niños por la calle, informes, descentrados, difusos. Son oscuros niños de plomo en vez de brillantes criaturas de oro. Son bloques sin tallar, atrapados en un perpetuo estado transitorio.

Este tipo de chavales son ignorados continuamente por los otros niños, porque no es divertido jugar con ellos. Los adultos tienden a manifestar la misma actitud, aunque lo negarán de forma enfática cuando se les haga notar. Al principio de mi carrera, cuando trabajaba en guarderías, los niños que sufrían más esta falta de atención venían a mí desesperados, titubeando y con la torpeza que suele caracterizarlos, sin el menor sentido de las distancias apropiadas e incapaces de juguetear con un mínimo de atención. Se solían desplomar a mi lado o directamente encima de mí, sin importarles lo que estuviera haciendo, impelidos por el poderoso deseo de conseguir atención adulta, el necesario catalizador de cualquier progreso. Era muy difícil no reaccionar con cierto enojo, incluso desagrado, ante esos niños y su permanente infantilismo; era difícil no limitarse a apartarlos, por mucho que sufriera por ellos y entendiera perfectamente lo que trataban de hacer. Estoy convencido de que ese tipo de respuesta, por dura y brutal que pueda resultar, constituye una reacción interna prácticamente universal, una señal de alarma que advierte del considerable peligro que supone establecer una relación con un niño que no está suficientemente socializado, a saber, la probabilidad de que se establezca una inmediata e inadecuada dependencia (responsabilidad que corresponde a sus padres), así como la tremenda demanda de tiempo y de recursos que aceptar tal dependencia supondría. Ante semejante situación, los hipotéticos amigos de la misma edad o los adultos que pudieran demostrar cierto interés preferirán interactuar con otros niños con los que la relación coste-beneficio, por decirlo así, resulte mucho menor.

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