TODO EL MUNDO ODIA LA ARITMÉTICA

 Mis pacientes clínicos me hablan a menudo de los problemas familiares que los acucian a diario. Este tipo de preocupaciones cotidianas resultan insidiosas, y su carácter habitual y predecible hace que parezcan banales. Pero esa aparente trivialidad resulta engañosa, ya que son las cosas que se producen un día tras otro las que dan forma a nuestras vidas, de modo que el tiempo consumido en repeticiones continuas se va acumulando a una velocidad alarmante. Hace poco, un padre me habló de los problemas que tenía para acostar a su hijo,88 un ritual que solía costarle unos tres cuartos de hora de pelea. Hicimos las cuentas: cuarenta y cinco minutos por siete días a la semana suponen más de trescientos minutos, es decir, cinco horas semanales. Cinco horas por las cuatro semanas que componen un mes significan veinte horas al mes, que, multiplicadas por doce meses, hacen doscientas cuarenta horas al año. Algo así como un mes y medio de una semana laboral de cuarenta horas.

Mi paciente se pasaba un mes y medio de semanas laborales cada año luchando de forma inútil y deprimente con su hijo. No hay ni que decir que ambos sufrían por ello. No importan las buenas intenciones que tengas ni el buen temperamento que demuestres, es imposible llevarse bien con alguien con quien peleas durante un mes y medio de semanas laborales al año. Inevitablemente el resentimiento se va acumulando, e incluso si no es así, todo ese tiempo malgastado de forma tan desagradable podría emplearse en actividades más productivas, más placenteras y que generasen menos estrés. ¿Cómo pueden entenderse las situaciones de este tipo? ¿Quién tiene la culpa, el padre o el hijo? ¿La naturaleza o la sociedad? ¿Y qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo?

Hay quien considera que todos estos problemas los causan los adultos, ya sea el padre o el conjunto de la sociedad. «No hay niños malos —suelen decir estas personas —, tan solo malos padres». Y cuando piensas en la imagen idealizada de un niño puro y angelical, este planteamiento parece plenamente justificado. La belleza, la extraversión, la alegría, la confianza y la capacidad de querer que caracterizan a los niños hacen que resulte fácil atribuir toda la culpa a los adultos implicados. Pero este tipo de actitudes resultan peligrosa e ingenuamente románticas. Es demasiado maniqueo en el caso, por ejemplo, de padres a los que les ha tocado un hijo o una hija particularmente complicado. Tampoco resulta particularmente acertado cargarle a la sociedad de forma mecánica cualquier tipo de corrupción humana, porque este tipo de conclusiones lo único que hacen es desplazar el problema a otro momento anterior. No se explica nada ni se resuelve nada, porque si la sociedad está corrupta, pero no los individuos que la habitan, ¿entonces cuándo se originó el problema? ¿Cómo se propagó? Resulta una teoría muy parcial y profundamente anclada en convicciones ideológicas..

Aún más problemática es la convicción que se deriva lógicamente de la presunción de corrupción social de que todos los problemas individuales, por excepcionales que resulten, tienen que solucionarse mediante una reestructuración cultural con la virulencia que sea necesaria. Nuestra sociedad se enfrenta a una petición creciente de desmontar las tradiciones que le sirven de base para incluir a grupos, cada vez más pequeños, de personas que no pueden o no quieren encajar en las categorías a partir de las cuales establecemos nuestras percepciones. No es algo bueno, ya que los problemas personales de cada uno no pueden resolverse con una revolución social, porque las revoluciones son desestabilizadoras y peligrosas. Hemos aprendido a convivir y a organizar nuestras complejas sociedades lentamente y de forma gradual a lo largo de periodos muy dilatados, y no podemos entender con exactitud por qué funciona lo que estamos haciendo. Así pues, cambiando alegremente nuestros procedimientos sociales en nombre de algún tabú ideológico (como la diversidad), es probable que tan solo consigamos generar nuevos problemas,, habida cuenta del sufrimiento que hasta las revoluciones más pequeñas suelen generar.

¿Fue, por ejemplo, una buena decisión liberalizar de forma tan abierta las leyes de divorcio en los años sesenta del siglo pasado? No me parece que los niños cuyas vidas se vieron desestabilizadas por la hipotética libertad que este intento de liberación introdujo estén de acuerdo con la afirmación. Detrás de los muros que levantaron con sabiduría nuestros ancestros acecha el horror, así que, si los echamos abajo, asumimos una responsabilidad. Patinamos sin saberlo sobre una capa muy fina de hielo que cubre aguas gélidas y profundas donde se ocultan monstruos inimaginables.

Veo a los padres de hoy en día aterrorizados con sus hijos, en buena parte porque se los ha identificado como los agentes inmediatos de esta supuesta tiranía social y así se les ha negado su legitimidad como agentes necesarios y bondadosos de disciplina y orden. Se ven obligados a vivir inseguros y mortificados bajo la alargada sombra de los valores adolescentes de la década de 1960, unos años cuyos excesos condujeron a una denigración general de la vida adulta, a una incredulidad irreflexiva sobre la existencia de poderes competentes y a la incapacidad de distinguir entre el caos de la inmadurez y la libertad responsable. Así, ha aumentado la sensibilidad de los padres por el sufrimiento emocional a corto plazo de sus hijos y, al mismo tiempo, se han disparado los miedos de causarles cualquier daño de una forma que resulta lamentable y contraproducente. Puede que pienses que es mejor así que de la forma contraria, pero lo cierto es que cada uno de los extremos de la escala moral lleva aparejadas sus catástrofes.

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