El descuido y el maltrato que acompañan a los enfoques disciplinarios poco estructurados o totalmente ausentes pueden ser deliberados, es decir, pueden estar motivados por convicciones explícitas y conscientes de los padres, por erróneas que puedan resultar. Pero más a menudo los padres modernos se encuentran sencillamente paralizados por el miedo a que sus hijos dejen de quererlos si los reprenden por cualquier motivo. Quieren ante todo la amistad de su hijo y están dispuestos a sacrificar el respeto para conseguirla. Algo así no está bien, porque un niño puede llegar a tener muchos amigos, pero, por lo general, solo dos progenitores. Y estos cuentan más, no menos, que los amigos. Los amigos poseen una autoridad limitada para corregir, así que cada progenitor tiene que aprender a tolerar la rabia pasajera o incluso el odio que sus hijos le puedan dirigir después de haber adoptado una necesaria acción correctiva, ya que la capacidad de los niños para percibir o preocuparse por las consecuencias a largo plazo resulta muy limitada. Los progenitores son los árbitros de la sociedad, enseñan a los niños a comportarse de tal modo que el resto de las personas pueda interactuar de forma significativa y productiva con ellos.
Disciplinar a un niño es un acto de responsabilidad, no es ninguna manifestación de ira frente a un comportamiento inadecuado. No es una venganza por una fechoría, sino, por el contrario, una combinación cuidadosa de compasión y raciocinio a largo plazo. Una disciplina adecuada exige esfuerzo (de hecho, es prácticamente sinónimo de él). Es difícil prestar verdadera atención a los niños, también lo es decidir qué está bien, qué está mal y por qué, así como formular estrategias de disciplina justas y comprensivas y negociar su aplicación con quienes estén implicados en el cuidado del niño. Como consecuencia de esta combinación de responsabilidad y dificultad, se tiende a recibir perversamente con los brazos abiertos cualquier contribución que dé a entender que toda limitación impuesta a los niños puede resultar dañina. Una idea semejante, una vez que se acepta, permite a los adultos, que deberían mostrar mayor raciocinio, abandonar su obligación de servir como agentes educativos y fingir que así es mejor para sus hijos. Es un ejercicio profundo y pernicioso de autoengaño. Es vago, cruel e imperdonable. Pero nuestra propensión a racionalizar las cosas no termina aquí.
Asumimos que las reglas inhibirán de forma irremediable lo que de otro modo sería la creatividad ilimitada e intrínseca de nuestros hijos, por mucho que la bibliografía científica indique con toda claridad, primero, que la creatividad fuera de lo común resulta extremadamente excepcional y, segundo, que las limitaciones estrictas no inhiben los logros creativos, sino que los facilitan. La creencia en el elemento meramente destructivo de las reglas y la estructura va frecuentemente acompañada de la idea de que, si se permite que sus naturalezas perfectas se manifiesten, los niños sabrán decidir convenientemente cuándo quieren dormir y qué quieren comer. Se trata, una vez más, de asunciones carentes de fundamento. Los niños son totalmente capaces de intentar subsistir con perritos calientes, palitos de pollo y cereales de colores si así van a llamar la atención, conseguir cierto poder o evitar que les hagan probar algo nuevo. En lugar de irse a la cama dócilmente como niños buenos, combatirán con todas sus fuerzas el sueño nocturno hasta que caigan rendidos. También están totalmente dispuestos a provocar a los adultos mientras exploran los complejos contornos del mundo social, de la misma forma que los jóvenes chimpancés que acosan a los adultos dentro de sus propios grupos. Ver cómo se responde a sus bromas y provocaciones les sirve tanto a niños como a chimpancés para descubrir los límites de lo que de otro modo sería una libertad demasiado desestructurada y aterradora. Semejantes límites, una vez descubiertos, proporcionan seguridad, incluso si el momento en el que los detectan supone una decepción o una frustración momentánea.
Recuerdo una vez que llevé a mi hija a un parque cuando tenía unos dos años. Estaba jugando en las barras colgantes, suspendida en el aire. Un monstruito particularmente provocador de más o menos su misma edad estaba de pie justo en la misma barra a la que ella estaba agarrada. Vi cómo se iba acercando a ella y nuestros ojos se cruzaron. Entonces, muy despacio y totalmente adrede, le pisó las manos, de forma repetida y cada vez con más fuerza, mientras me miraba desde arriba. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. «Que te den, papi» parecía ser su filosofía. Ya había llegado a la conclusión de que los adultos merecían un absoluto desprecio y que podía desafiarlos con total tranquilidad. Lástima que él también estuviera condenado a convertirse en otro. Ese era el lamentable futuro que sus padres le habían impuesto. Y, para su gran sorpresa, lo aparté con fuerza de la estructura y lo lancé volando a una distancia de unos diez metros.
No, no lo hice. Simplemente me llevé a mi hija a otro lado, pero creo que habría sido mejor para él si lo hubiera hecho.
Imagínate a un niño que no deja de golpear a su madre en la cara. ¿Por qué hace algo así? Es una pregunta estúpida, inaceptablemente ingenua. La respuesta es obvia: para dominar a su madre, para ver si se puede salir con la suya. Después de todo la violencia no es ningún misterio, sí lo es la paz. La violencia es la opción por defecto, porque resulta fácil. Lo difícil es la paz, que se aprende, se inculca, se gana. A menudo las personas comprenden las cuestiones fisiológicas justo al revés. ¿Por qué la gente toma drogas? No es ningún misterio, mientras que sí lo es, por el contrario, por qué no las toman todo el tiempo. ¿Por qué la gente sufre de ansiedad? Tampoco es ningún misterio. El misterio es cómo conseguimos estar tranquilos en algún momento. Somos frágiles y mortales. Hay millones de cosas que pueden salir mal de millones de formas distintas. Tendríamos que estar constantemente paralizados por el pánico, pero no lo estamos. Algo similar podría plantearse acerca de la depresión, la pereza o la criminalidad.
Si puedo hacerte daño y demostrar que soy más fuerte, entonces podré hacer exactamente lo que quiera y cuando quiera, incluso cuando estás delante de mí. Te puedo atormentar por pura curiosidad. Puedo acaparar la atención que se te dirige y dominarte. Puedo quitarte tu juguete. Los niños atacan, en primer lugar, porque la agresión es algo innato —aunque resulte más dominante en algunos individuos que en otros— y, en segundo, porque la agresión facilita el deseo. Resulta absurdo asumir que es un comportamiento que se aprende. A una serpiente no hay que enseñarle a atacar, está dentro de su propia naturaleza. En términos estadísticos, los niños de dos años son las personas más violentas que existen. Dan patadas, pegan y muerden y también les quitan sus cosas a los demás. Lo hacen para explorar, para expresar rabia y frustración, para satisfacer sus impulsivos deseos. Y lo que resulta más importante para nosotros, lo hacen para descubrir los verdaderos límites del comportamiento permisible. De lo contrario, ¿cómo van a averiguar lo que es aceptable? Los niños son como personas ciegas que van buscando una pared. Tienen que empujar, probar y ver dónde quedan las fronteras reales (que muy pocas veces están donde se les indica).
La corrección constante de este tipo de acciones sirve para indicar a los niños dónde están los límites de las agresiones aceptables. Su ausencia no hace más que estimular la curiosidad, de tal modo que el niño, si es agresivo y dominante, seguirá pegando, mordiendo y dando patadas hasta que se le indique un límite. ¿Cómo de fuerte puedo pegar a mamá? Hasta que proteste. Teniéndolo en cuenta, es mejor empezar a corregir más pronto que tarde, siempre que se tenga como objetivo que el niño no pegue a sus padres. Corregir también hace que el niño aprenda que golpear a los demás no es la mejor estrategia social. Si no se produce ninguna intervención de ese tipo, ningún niño asumirá por voluntad propia todos los esfuerzos que supone organizar y regular sus impulsos para que dichos impulsos coexistan sin conflicto dentro de la psique del niño y en el mundo social más amplio. Y es que organizar una mente no es tarea fácil.
Mi hijo tenía bastante genio cuando era pequeño. Cuando mi hija era pequeña, bastaba con mirarla de forma severa para paralizarla, pero ese tipo de intervenciones no producían ningún resultado con él. Cuando tenía nueve meses, ya había conseguido que su madre (que no tiene nada de pusilánime) se pasara toda la cena pendiente de él mientras estábamos en la mesa. El niño luchaba para quitarle la cuchara. Nos alegramos, porque no queríamos seguir dándole de comer ni un minuto más de lo necesario, pero el pequeño granuja solo comía tres o cuatro cucharadas y luego se ponía a jugar. Revolvía la comida en el plato, tiraba trozos desde lo alto de la trona y los seguía con la mirada a medida que caían en el suelo. Vale, no pasaba nada, estaba explorando. Pero al final lo que ocurría era que no comía lo suficiente. Y como no comía lo suficiente, tampoco dormía bien, así que despertaba a sus padres llorando a medianoche y estos cada vez se volvían más gruñones. El niño frustraba a su madre, que luego lo descargaba sobre mí, así que no íbamos por buen camino.
A los pocos días de haber empezado así, decidí recuperar el control de la cuchara. Me preparé para la guerra y reservé tiempo suficiente. Por difícil de creer que resulte, un adulto puede vencer a un niño de dos años. Como dice el refrán, «más sabe el diablo por viejo que por diablo». Esto se explica en parte porque el tiempo resulta mucho más largo cuando se tienen dos años. Lo que para mí era media hora, a mi hijo le parecía una semana, así que yo estaba seguro de la victoria. Él era testarudo y espantoso, pero yo podía ser peor. Nos sentamos cara a cara con el bol delante de él, en plan Solo ante el peligro. Él lo sabía y yo también. Agarró la cuchara y se la arrebaté para cargar un delicioso bocado de puré, que moví de forma deliberada en dirección a su boca. Entonces me miró exactamente de la misma forma que aquel monstruo del parque que pisó a mi hija. Apretó los labios con una mueca rígida que bloqueaba cualquier posibilidad de entrada, y yo me puse a perseguir su boca con la cuchara mientras él sacudía la cabeza en pequeños círculos.
Pero me quedaban más ases en la manga. Le di un toque en el pecho con la mano que me quedaba libre de una forma precisamente calculada para fastidiarlo. Como no se daba por enterado, seguí haciéndolo. Una y otra y otra vez, sin fuerza, pero de una forma que tampoco podía ignorarse. Cuando ya llevaba unos diez toques, abrió la boca para emitir un sonido de enfado. ¡Ajá! ¡Ahí lo estaba esperando! Con gran habilidad le metí la cuchara. Él hizo todo lo posible para expulsar con la lengua la comida invasora, pero aquí también tenía algo pensado. Sencillamente coloqué mi dedo índice horizontalmente a lo largo de sus labios, de tal forma que aunque una parte sí cayó fuera, también se tragó otra. 1-0 para papá. Le di una palmadita en la cabeza y le dije que era un niño bueno. Y de verdad lo pensaba. Cuando alguien acaba haciendo algo que tú intentas que haga, recompénsalo, no hay que ser ruin en la victoria. Al cabo de una hora, todo había acabado. Hubo furia y quejidos y mi mujer tuvo que irse de la habitación porque la tensión le resultaba insufrible. Pero el niño comió y acabó desplomado, exhausto, encima de mi pecho. Dormimos juntos la siesta y después de despertarse me quería mucho más que antes de someterlo a la disciplina.
Es algo que observé a menudo cuando nos enfrentábamos cara a cara…, y no solo con él. Poco tiempo después, empezamos una serie de turnos de canguro con otro matrimonio, de tal forma que cuando una pareja iba a cenar o a ver una película dejaba a sus hijos en casa de la otra, que se ocupaba de cuidarlos a todos. Por entonces ninguno tenía más de tres años. Una noche, otra pareja se sumó a la dinámica. Yo no conocía mucho a su hijo, un niño grande y fuerte de dos años. «Nunca se duerme —me dijo el padre—. Cuando lo acuestas, sale reptando de la cama y viene al piso de abajo. Normalmente le ponemos un vídeo de Barrio Sésamo con Elmo y se pone a verlo».
«Ni de casualidad voy a recompensar a un niño recalcitrante por un comportamiento inaceptable —pensé para mis adentros—, y desde luego no voy a ponerle a nadie un vídeo de Elmo». Siempre detesté a ese siniestro muñeco llorón, una mancha indigna en el legado de Jim Henson. Así pues, ni hablar de cualquier recompensa con Elmo de por medio. Obviamente no dije nada porque es imposible hablarles a unos padres sobre sus hijos a no ser que estén dispuestos a escuchar.
Dos horas después, acostamos a los niños. Cuatro de los cinco se durmieron enseguida, todos menos el aficionado a Barrio Sésamo. Sin embargo, como lo había colocado en una cuna, no podía escaparse pero sí ponerse a chillar, y es exactamente lo que hizo. No estaba mal pensado, era una buena estrategia, pues molestaba y podía acabar despertando a los otros niños, que a su vez se pondrían también a chillar. Un punto para el niño. Así que me dirigí a la habitación y le dije: «Túmbate». No sirvió para nada. «Túmbate —le dije— o te tumbaré yo». A menudo no sirve para mucho razonar con niños, sobre todo en circunstancias semejantes, pero estoy convencido de que todo el mundo se merece una advertencia. Desde luego no se tumbó, sino que, para dejar las cosas claras, volvió a chillar.
Los niños hacen estas cosas a menudo. Unos padres asustados tienden a pensar que un niño que llora siempre está triste o le duele algo, pero no es cierto. La rabia es una de las razones más comunes para llorar, como han confirmado determinados análisis minuciosos de los patrones musculares que revelan los niños al sollozar. Cuando un niño llora por rabia, no tiene el mismo aspecto que cuando llora por miedo o por tristeza y tampoco suena igual, algo que se puede distinguir si se presta atención. Llorar por rabia es a menudo un acto de dominación y hay que tratarlo como tal. Así que lo agarré y lo tumbé, con suavidad y paciencia pero con firmeza. Él se levantó y yo lo tumbé. Se levantó otra vez y lo tumbé. Se volvió a levantar y esta vez, tras tumbarlo, le puse la mano en la espalda. Se agitó como un titán, pero sin resultado. Al fin y al cabo, no tenía más que la décima parte de mi tamaño, me bastaba con una mano, así que lo mantuve tumbado y empecé a hablar con él con tranquilidad, diciéndole que era un niño bueno y que tenía que relajarse. Le di un chupete y empecé a darle golpecitos suaves en la espalda. Entonces él comenzó a relajarse y sus ojos empezaron a cerrarse, así que quité la mano.
—¿Qué tal el niño? —me preguntó el padre cuando volvió a casa mucho más tarde.
—Bien —le dije
—, no ha dado ningún problema. Ahora está dormido.
—¿Se ha levantado?
—me preguntó el padre.
—No
—le respondí
—, ha estado dormido todo el rato.
El papá me miró. Quería saberlo, pero no me preguntó. Y no le dije nada. Como dice el refrán, no hay que echarles margaritas a los cerdos. Puede que parezca algo duro, pero ¿qué me dices de enseñarle a tu hijo a no dormir y recompensarlo con las payasadas de un muñeco siniestro? Eso sí que es duro. Si cada uno puede elegir su mal, yo sé con cuál me quedo.