La sociedad hiperdigital abre ante nosotros un panorama de grandes oportunidades. El ser humano va a encontrarse en los próximos años ante una oportunidad inédita de mejora de sus condiciones de vida y de alcance de niveles de riqueza y bienes- tar incomparables. El uso inteligente de la tecnología puede tener un impacto enormemente positivo en nuestras vidas. El mundo que nos espera, que ya casi podemos tocar, será un mejor lugar en el que vivir si somos capaces de responder a los retos que sin duda se nos van a presentar, algunos de los cuales hemos presentado a lo largo de este libro.
Sin embargo, la disrupción provocada por la digitalización ex- trema es una muestra más de la destrucción creativa de Schum- peter, y no estará exenta de importantes costes. Aunque creo que la nueva sociedad hiperdigital debe ser vista como un sueño, es lícito pensar en ella como una pesadilla. Es por ello que me parece relevante que reflexionemos, al menos durante unas páginas, sobre esos escenarios distópicos, con el objetivo de poder anticipar los riesgos y evitar que esas pesadillas se conviertan en realidad.
La distopía digital
Wikipedia define distopía como una sociedad ficticia indeseable en sí misma, que suele ser introducida mediante una novela, ensayo, cómic, serie televisiva, videojuego o película. Se trata de lo contrario a una utopía, es decir, un escenario social aterrador, proyectado normalmente hacia el futuro. La literatura y el cine han sido generosos construyendo escenarios distópicos como el de George Orwell en 1984, Un mundo feliz de Aldous Huxley, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury o, más recientemente, el Gilead de Margaret Atwood en El cuento de la criada, que ha dado lugar a una exitosa serie de televisión.
Han sido muchos los futuristas que han planteado escenarios distópicos en los que el uso de la tecnología lleva aparejada la aparición de sociedades en las que los ciudadanos ven desapa- recer derechos básicos, como la privacidad o la libertad de elec- ción. Algunas manifestaciones de estas distopías ya se han hecho realidad: la vigilancia informática por parte de los Estados Uni- dos en Europa y otras partes del mundo no es ciencia ficción. Estados y agencias gubernamentalmente espían nuestros mo- vimientos digitales, en una flagrante agresión a nuestra libertad. Esta intrusión puede estar justificada por la necesidad de abor- tar actividades territoristas o de otro tipo, pero ¿Quién vigila al vigilante? ¿Cómo pueden empresas y particulares confiar en la buena fe de los intrusos a nuestra privacidad, aunque sean or- ganismos oficiales?
La singularidad
La distopía más generalizada es una posible sociedad futura hiperautomatizada en la que los seres humanos dependen de inteligencias artificiales omnipresentes, que crecen y se sofistican hasta convertirse en entes con conciencia de sí mismos que se rebelan al control de los humanos para emanciparse y escla- vizar, o destruir, a sus creadores. En esta distopía las máquinas caen en la cuenta de que el ser humano es completamente pres- cindible, una vez que las inteligencias artificiales consiguen reproducirse sin intervención humana.
El término singularidad fue acuñado por el escritor de ciencia ficción Vernor Vinge en 1983 para referirse a este escenario, una transición a una nueva realidad, un hito, un punto de inflexión en la historia humana. Vinge y otros autores, entre los que des- taca Ray Kurzweil con su libro The singularity is near, hablan de esta singularidad como una manifestación de un crecimien- to exponencial íntimamente relacionado con la ley de Moore. Siguiendo la frase de Ernest Hemingway, gradualmente, y de repente, la exponencialidad hará que el crecimiento deje de ser comprensible como una mejora incremental, convirtiéndose en un cambio cualitativo, además de cuantitativo, al menos para nuestras mentes lineales. Cuando una máquina tenga más ca- pacidad que un ser humano (o que toda la especie humana), las cosas se pondrán serias. Si una máquina tiene más capacidad intelectual que un ser humano, ¿Qué evitará que esa máquina tenga capacidades que hoy consideramos privativas e inheretes a la inteligencia humana? ¿Desarrollarán estas máquinas autoconciencia? ¿Se fusionarán las inteligencias no humanas con las inteligencias humanas? ¿Cuándo sucederá esto? Kurzweil pronosticó que este sorpasso se producirá en el año 2045, es decir, muy pronto.
Los riesgos de la sociedad hiperdigital
Algunas personas, quizá el lector entre ellas, ven lo digital con recelo, considerando que corremos el riesgo de que las tecnologías limiten nuestra libertad y nuestro bienestar, y se preocupan por la evolución indeseada del mundo digital hacia una sociedad muy lejos de ser idílica. Es cierto que las incertidumbres son enormes, que no tenemos todas las respuestas. También es verdad que, a medida que las tecnologías ocupan un lugar más nuclear en nuestra vida, los riesgos inherentes se vuelven más importantes. Silenciosa, gradual e inexorablemente, la tecnología irá penetrando en la infraestructura social y económica, en una red omnipresente de sistemas interconectados, con una creciente inteligencia, que se constituirá en un tejido básico de nuestra sociedad.
Un sistema tan interdependiente y universal tiene debilidades. En primer lugar, a pesar de los inherentes mecanismos de redundancia presentes en la arquitectura misma de internet, la conectividad de esa hiperred está basada en sistemas que pue- den ser atacados por ciberterroristas o afectados por averías espontáneas. Además, a medida que los sistemas sean más in- teligentes y actúen sin supervisión humana, se convertirán en actores clave de la sociedad y controlarán múltiples aspectos de nuestra realidad, desde el transporte, la salud o la seguridad. El mal funcionamiento de estos sistemas inteligentes podrá pro- vocar la parálisis de procesos críticos. Terroristas o delincuentes comunes podrán atentar contra esos sistemas clave para provo- car caos o conseguir beneficios ilegítimos. Errores fortuitos pueden provocar accidentes en cascada que pueden convertirse en sistémicos y afectar a las infraestructuras energéticas o de transporte. Los virus pueden atacar a los dispositivos IoT, a los móviles y a los ordenadores, dejándolos inservibles o, lo que es peor, haciéndolos actuar en nuestra contra. El reciente incidente de los virus que bloqueaban el acceso a la información de los ordenadores solicitando un rescate para su desbloqueo es sólo un ejemplo de cómo la hiperdelincuencia puede afectar a empresas y ciudadanos.
El gran hermano en nuestro bolsillo (y en la nube)
George Orwell, en 1984, dibujó la existencia de un gran herma- no omnipresente y vigilante, que monitorizaba nuestra comple- ta existencia. En el mundo real hemos presenciado diversos intentos o manifestaciones de la voluntad de los gobiernos para tener absolutamente vigilada a toda la sociedad (Echelon, PRISM, u otras actividades similares filtradas entre otros por Wikileaks). Echelon, creado originariamente durante la Guerra Fría por la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos para espiar las comunicaciones secretas de la URSS, fue recon- vertido para monitorizar la mayoría de las comunicaciones a nivel mundial. Esta red de espionaje masivo monitoriza correos electrónicos, conversaciones telefónicas, faxes, etc. de todo el mundo. La red está auspiciada por lo que ha venido en llamar- se los Cinco ojos: Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Aus- tralia y Nueva Zelanda. Un sistema que, según las pruebas recopiladas en Europa, ha servido a Estados Unidos para anticiparse en operaciones comerciales y para conocer detalles de los emprendimientos económicos. Pero lo más asombroso es que parece estar completamente olvidado por el público.
Más reciente (2007) es el despliegue de PRISM, otro programa clandestino de vigilancia electrónica de la NSA (la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos). Este programa moni- toriza masivamente las comunicaciones procedentes de, al me- nos, nueve grandes compañías estadounidenses de internet, como parte de las iniciativas que se desplegaron por parte del gobierno norteamericano en el marco de los esfuerzos antite- rroristas post 11S. El programa fue filtrado a la opinión pública en 2013.
Estos grandes hermanos secretos son muy llamativos y pueden provocar nuestra justificada ira, pero hay otros hermanos con menor cobertura mediática y que seguramente son los que van a tener un mayor impacto en nuestras vidas en los próximos años: las grandes compañías de internet tienen, sin necesidad de sofisticados programas de espionaje masivo, un volumen de información absolutamente brutal, conocen (o pueden conocer) nuestros gustos, nuestros deseos, nuestras tendencias de com- pra… Y en particular, hay una tecnología emergente que puede ser un pequeño hermano en nuestro bolsillo: los asistentes digi- tales personales (ADP).
Entendemos por asistente digital personal un software con el que podemos interactuar en lenguaje natural para solicitarle que realice tareas. Los principales proveedores de tecnologías digitales están desplegando sus versiones de ADP (IDA, en la terminología inglesa): Siri de Apple, OK de Google, Alexa de Amazon, Cortana de Microsoft, Bixby de Samsung… Este soft- ware aprovecha la conectividad permanente y la inteligencia artificial para ayudarnos en nuestra vida diaria en tareas sencillas (o no tanto), normalmente en la búsqueda de información, aunque poco a poco las aplicaciones se van sofisticando.
A medida que los ADP se hagan más inteligentes, los usuarios vamos a ir utilizándolos de manera más intensa. Al principio nos acostumbraremos a pedirles cosas sencillas, como que llamen por teléfono a un contacto de nuestra agenda, que encuentren una dirección, o que nos informen del tiempo para el fin de semana; poco a poco las peticiones se irán sofisticando hasta que llegue el momento en el que nuestro ADP será un asis- tente eficaz, permanentemente conectado, en el que descargaremos tareas que nos harán más capaces. El ADP tendrá entonces acceso a nuestros ritmos y tareas vitales, nuestros intereses, nuestros patrones de consumo, nuestros horarios… El ADP podrá convertirse en un permanente monitor de nuestras vidas, en una máquina perfecta de perfilado que estará en disposición de dibujarnos de manera extremadamente fiel. Cuanto más fiel sea ese dibujo, mejores servicios me prestará la herramienta, cuanto más la use mejor me conocerá; nos enfrentaremos a un círculo virtuoso que nos impulsará a dar cada vez mayor protagonismo al asistente virtual. No es ninguna sorpresa que los principales gigantes digitales estén trabajando intensamente para mejorar las funcionalidades de sus asistentes, y que intenten impulsarnos a utilizarlos.
Incluso suponiendo (es mucho suponer) que Apple, Google, etc., no hacen un uso incorrecto de los datos que captan sobre mí a través de su ADP, no comercian con ellos y no comparten informaciones sensibles, los riesgos de seguridad son evidentes y apenas han empezado a manifestarse. El ADP es una grabadora continua de todo lo que hacemos, queremos o buscamos. El valor de esos datos es incalculable y el riesgo de que se usen incorrectamente es muy alto.
Por otra parte, los ADP van a aumentarnos, y también van a limitarnos. Desde que se ha popularizado el uso de los teléfonos inteligentes, ya no nos aprendemos el teléfono de nadie. ¿Para qué hacerlo si dispongo de un dispositivo con memoria perfec- ta que me ayuda cuando tengo que llamar a una persona? ¿Nos sucederá lo mismo con otras tareas? ¿Se convertirá mi ADP en una muleta que me hará más capaz y más dependiente? ¿Qué tareas descargaré en mi asistente? ¿Puedo estar seguro de que los consejos y las acciones de mi asistente están sólo orientados a mi propio beneficio, o serán influidos por los intereses de la compañía que ha creado el ADP, o de terceros que les paguen por sesgar sus recomendaciones? A medida que los asistentes hagan cosas por nosotros, ¿Estamos seguros que lo harán si- guiendo nuestros estándares éticos, o morales? Esta externali- zación del pensamiento tiene implicaciones extraordinarias.
Dependencia digital
Los grandes gigantes de internet quieren ser imprescindibles en nuestras vidas. Quieren que no podamos vivir sin ellos, de- sean meterse en nuestros deseos más profundos, influir nuestras compras, mediar en nuestras búsquedas de información. Los ADP son un medio para conseguirlo, pero evidentemente no el único. Facebook, Twitter y otras redes sociales son un mecanis- mo cuidadosamente diseñado para resultar imprescindibles. Apelan a sentimientos muy básicos del ser humano: la necesidad de gratificación, de recompensa, de aceptación, de reconoci- miento, y con su caudal de likes, seguimientos y retuits, nos proporcionan los estímulos que nos harán seguir usándolos. Un estudio de Apple de 2016 estimaba en más de 110 las veces que un usuario típico desbloquea su teléfono móvil cada día. El móvil se está convirtiendo en nuestro sistema operativo, vivimos en el móvil.
Muchos padres limitan el consumo de tecnología a sus hijos. Muchos psicólogos recomiendan establecer ese tipo de límites, para fomentar una utilización responsable de la tecnología. ¿Qué significa una utilización responsable? Responsable ¿Res- pecto a qué supuesto estándar? Si el futuro es digital, si nuestros hijos van a vivir en un mundo que es intrínsecamente tecnológico, ¿Tiene sentido limitar el uso de la tecnología, como si li- mitásemos el uso de los lápices, o de los libros, o de las bicicle- tas? ¿En qué es diferente una herramienta tecnológica a una analógica para que no nos planteemos limitar el acceso a la segunda, pero sí a la primera?
Este tipo de restricciones parte de la premisa de que la tecno- logía es algo ajeno a la vida, a nuestra esencia, pero no estoy seguro de que esa distinción pueda ser tan fácilmente estable- cida en las nuevas generaciones. Evidentemente, debemos estar vigilantes ante un abuso de la tecnología, como lo estaríamos respecto a un abuso de la actividad deportiva, o del consumo indiscriminado de fármacos, o incluso de la lectura. Pero no nos referimos a eso, sino a la tendencia de muchos padres a consi- derar el uso de tecnología poco menos que una excentricidad, mucho menos que el consumo de otros bienes culturales. Esta- mos empezando una nueva era, la sociedad hiperdigital, en la que el consumo de tecnología no va a poder ser cuantificado, porque va a ser implícito a cualquier aspecto de nuestra exis- tencia. ¿Estamos legitimados a obligar a nuestros hijos a vivir sin aprovechar todo el potencial que proporciona la tecnología? ¿Hasta cuándo va a sobrevivir el prejuicio de que la información digital es menos noble que la información analógica?
La realidad es que la información digital tiene algunas caracte- rísticas que la hacen extraordinariamente atractiva. En primer lugar, es esencialmente gratuita. En segundo lugar, proporciona una gratificación instantánea. En tercer lugar, es virtualmente inagotable. Cómo no engancharse a una sustancia tan enloquecedoramente adictiva. Es perfectamente normal que nuestros jóvenes (y nosotros) estemos a un paso de ser incapaces de pres- cindir de nuestra vida digital.
Siendo este el estado de las cosas, la pregunta es relevante: ¿Debemos poner límites al uso de la tecnología? ¿Es necesario poner puertas al campo digital? ¿Existe un estándar del uso responsable? ¿Quién lo dicta? ¿Padres con una capacidad digital limitada? ¿Maestros que a duras penas tienen conocimientos de informática a nivel usuario?
Ética digital
Wikipedia define ética como la rama de la filosofía que estudia lo correcto o equivocado del comportamiento humano, la moral, la virtud, el deber, la felicidad y el buen vivir. Sobre todo, me encanta lo del buen vivir. En esta definición hay una palabra clave: humano. La tecnología no tiene ética, pero los hombres no podemos vivir sin una, ni la otra. El ser humano necesita marcos de referencia para saber qué está bien y qué no lo está en una cierta circunstancia.
La revolución que nos lleva a la sociedad hiperdigital no sólo tendrá repercusiones económicas, sino que nos enfrentará ante dilemas éticos de enorme calado. Como hemos comentado, la tecnología va a cambiarnos como seres humanos, y va a obli- garnos a convivir con inteligencias no humanas por primera vez en nuestra historia. Los seres humanos vamos a tener la capa- cidad de crear y alterar vida y no estamos equipados de las certezas éticas para gestionar esta realidad. ¿Hasta dónde podemos llegar en nuestros esfuerzos por aumentar al ser humano? ¿Podemos utilizar la tecnología para curarnos o también podemos usarla para mejorarnos? ¿Podemos hacerlo antes de la concepción o sólo con individuos adultos? ¿Permitiremos que los pa- dres puedan seleccionar características de sus futuros hijos? ¿Podrán sólo los que puedan permitírselo económicamente? ¿Qué nos dice esto respecto a la desigualdad? ¿Hasta qué punto podemos utilizar la información que extraigamos del análisis de nuestro perfil genético? ¿Y del de nuestros empleados? ¿Y del de nuestros hijos? ¿Podrán los deportistas utilizar métodos de aumentación para tener un mejor rendimiento, o sólo vamos a dejar competir a los deportistas no aumentados? ¿Hasta qué punto se ve menoscabada mi libertad individual cuando estoy siendo constantemente influido por recomendaciones proporcionadas por sistemas inteligentes?
En la sociedad hiperdigital encontraremos cada vez más ámbi- tos en los que no sabremos a ciencia cierta qué es lo correcto, fundamentalmente porque nos hallaremos muy a menudo en territorio inexplorado. En la medida en que las herramientas tecnológicas aprendan del mundo, no deberíamos suponer que van a hacerlo utilizando los criterios éticos como parte de la ecuación, no tenemos garantías de que una inteligencia no hu- mana no vaya a llegar a conclusiones profundamente alejadas de la ética humana. Cuando la máquina tiene una inteligencia procesal tradicional, podemos claramente asegurar que los com- portamientos seguirán la ética que nosotros mismos introduz- camos en los algoritmos. Pero ¿qué sucede cuando, como pasa con las inteligencias en machine learning, las máquinas no si- guen un conjunto de instrucciones preprogramadas, sino que aprenden de la experiencia, de los propios datos? ¿Seremos capaces de asegurar que las máquinas aprendan correctamente, en términos éticos?
No tenemos mecanismos que nos permitan lidiar con la convi- vencia con esas inteligencias no humanas, y vamos a tener que establecer reglas para esa convivencia. ¿De quién debemos fiarnos, del algoritmo de predicción que pronostica que las ventas de la compañía en un determinado territorio serán de un cierto volumen, o del ejecutivo de ventas con años de experiencia que proporciona una estimación diferente? ¿A qué doy más crédito, al diagnóstico del doctor al que acabo de estrechar la mano, o al del sistema que tiene en cuenta miles de casos con síntomas similares en todo el mundo? ¿Cómo puedo integrar las diferentes inteligencias avanzadas, cada una de ellas en su ámbito de experiencia y capacidad, con la experiencia humana?
Derechos humanos digitales
Existe un debate incipiente en las Naciones Unidas sobre la necesidad de reflexionar sobre el impacto de la digitalización en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Lo di- gital pone en jaque algunos de los principios establecidos en la Declaración y crea nuevas tensiones derivadas de las nuevas realidades. Las tecnologías digitales han transformado la ma- nera en la que los derechos humanos son ejercidos y generan nuevos riesgos de violación de los mismos. Estamos presencian- do cómo ciudadanos en múltiples países del mundo (India, China, Zimbabwe, entre otros casos recientes) están siendo perseguidos por su expresión en redes sociales, redes que en algunos países están siendo directamente prohibidas; también estamos viendo cómo administraciones como la estadouniden- se están utilizando las tecnologías para llevar a cabo investiga- ciones indiscriminadas mediante medios electrónicos. Los pro- veedores tecnológicos están al tiempo explotando nuestros datos de manera poco rigurosa, y siendo sometidos a presiones por parte de los gobiernos para proporcionarles esos mismos datos.
Las instituciones públicas se enfrentan a un reto formidable: Incorporar lo digital en nuestra Carta de Derechos Humanos y asegurar que estos derechos son respetados en presencia de tecnologías. Las ONG que impulsan y velan por el cumplimien- to de la Declaración de Derechos Humanos deben también adaptarse al nuevo escenario.
Aunque el impacto de lo digital es relevante en muchos derechos humanos, hay algunos en los que son especialmente importan- tes. En 2015 la 69ª Asamblea General de las Naciones Unidas publicó una resolución con el título El derecho a la privacidad en la era Digital, en la que se ponía negro sobre blanco una postura consensuada sobre el respeto a la privacidad. La resolución planteaba la preocupación respecto a la indiscriminada vigilancia masiva que algunos gobiernos estaban ejerciendo, que menoscababa los derechos de expresión, asamblea y asociación, e invitaba a los miembros del Consejo de Derechos Humanos a desarrollar los mecanismos para asegurar la cobertura al derecho a la privacidad.
La verdad es que Naciones Unidas se enfrenta a un reto nuclear: Internet, desde su génesis, y especialmente con su crecimiento en los últimos años, es un reto al concepto de Estadonación sobre el que se basa la estructura propia de la ONU. En internet se opera a nivel global, con conectividad no limitada por las fronteras de los estados tradicionales, lo que supone una ruptura de las reglas de juego del propio organismo. Algunos gobiernos, entre los que el más destacado es China, están promo- viendo el despliegue de su soberanía territorial a internet. Estos países, independientemente del carácter transnacional de la red, reclaman la soberanía sobre las infraestructuras y los datos que son generados o que atraviesan su territorio físico. Esta tensión entre la soberanía de los países y la de las empresas transnacionales sobre cuyas infraestructuras se llevan a cabo las transacciones digitales está muy lejos de resolverse. Estos nuevos actores, junto con las Organizaciones No Gubernamen- tales, tienen que colaborar en el establecimiento de normas para el desarrollo y cumplimiento de políticas alrededor de los dere- chos humanos.
Por otra parte, es necesario que los países lleguen a un consenso respecto a la importancia de cumplir con los derechos a la priva- cidad como un requisito y no como una excepción a la protección de la seguridad nacional y global. Es común que los países presen- ten la incompatibilidad del respeto a la privacidad con la ade cuada protección nacional e internacional, especialmente en el contexto de las amenazas terroristas globales. Los programas de vigilancia publicados por Edward Snowden, antiguo consultor tecnológico de la NSA, son un gigantesco ataque a los más elementales derechos humanos y no pueden ser justificados por la protección a la segu- ridad nacional de ningún país. Estamos presenciando cómo las autoridades nacionales están utilizando medios tan poco presentables como ciberataques para dificultar la acción de las organizaciones no gubernamentales de derechos civiles.
Las autoridades nacionales están tomando acciones muy discutibles, incluso algunas muy poco sospechosas de no respetar los derechos humanos tradicionales. Algunos países de la Europa occidental, como Alemania, están desplegando legislación para limitar la libertad de expresión en redes sociales, intentando obligar a las plataformas de internet a cercenar estos derechos actuando como censores digitales. En el caso del Reino Unido la Investigatory Powers Act 2016, faculta a las autorida- des de seguridad británicas a hackear dispositivos de ciudadanos para recoger datos de las comunicaciones. El reciente voto de la FCC estadounidense contra la neutralidad de la red es una muestra de una política que amenaza la libre expresión de los ciudadanos, dando un extraordinario poder a las compañías de telecomunicaciones a nivel global.
Siendo esta adaptación de los derechos humanos al mundo digital absolutamente necesaria, creo que hay otros derechos que ni siquiera se habían planteado hasta ahora y que se generan por el impacto que la tecnología digital tiene en nuestras vidas. Gerd Leonhard, en su libro Technology vs Humanity plantea cinco derechos que deberían formar parte de un Mani- fiesto por la ética digital. Me permito incluir y complementar algunos de esos derechos:
1. Derecho a la propia biología: Como hemos comentado, cada vez va a ser más difícil distinguir entre nuestro yo biológi- co y nuestro yo aumentado. Este derecho pone de mani- fiesto que los seres humanos deben tener la capacidad de tomar la libre elección de no aumentarse, no incorporando tecnología dentro o sobre nuestro cuerpo. Estamos empe- zando a ver cómo algunas empresas norteamericanas están promoviendo que sus empleados se implanten dispositivos intradérmicos para facilitar, por ejemplo, el acceso a las instalaciones de la empresa, o monitorizar presencia. ¿Puede la empresa obligar a sus empleados a aumentarse?
2. Derecho a la desconexión: Debemos tener derecho a desconec- tarnos conscientemente y dejar de estar accesibles en la red, pausar comunicaciones, responder a mensajes, etc. Esta re- flexión está ya produciéndose en países como Francia, que se está planteando el derecho a los trabajadores a no responder a comunicaciones corporativas fuera del horario laboral.
3. Derecho al anonimato digital: Cada vez más, sin necesidad de que nos implantemos ningún dispositivo, estamos monitori- zados continuamente. Nuestros móviles son una máquina perfecta de monitorización, incluyendo nuestra actividad, nuestras comunicaciones o nuestra posición. Debemos tener derecho a permanecer en la oscuridad y a no ser monitoriza- dos en ciertos momentos, o permanentemente, y a saber si estamos siendo monitorizados en cualquier momento.
Y ahora qué
Siendo este el estado de las cosas, la siguiente pregunta es rele- vante: ¿Debemos poner límites al uso de la tecnología? ¿Es necesario poner puertas al campo digital? ¿Es este escenario distópico inevitable? ¿De verdad no podemos hacer nada para evitar que la tecnología nos haga daño, para conjurar los riesgos inherentes a la hiperdigitalización? En el capítulo final inten- taré contribuir modestamente a arrojar un poco de luz a estas y otras preguntas que nos han venido asaltando a lo largo de las páginas de este libro.