LA FUERZA MÍNIMA NECESARIA

Partamos de una idea inicial muy sencilla: no habría que poner más normas de las necesarias, o dicho con otras palabras, las malas leyes hacen que se respete menos las que son buenas. Esto viene a ser el equivalente ético, e incluso legal, de la navaja de Occam, la guillotina conceptual de los científicos que estipula que la hipótesis más simple es la preferible. Así pues, no hay que abrumar a los niños —ni a quienes intentan disciplinarlos— con demasiadas reglas, porque así solo se conduce a la frustración.

Limita las reglas y después piensa en qué se puede hacer cuando no se respeta una de ellas. Resulta difícil establecer una regla general y válida para todos los contextos en lo que se refiere a la severidad del castigo. Sin embargo, hay una regla muy útil que recoge la common law inglesa —el derecho anglosajón derivado del sistema medieval que se aplica en los territorios con influencia británica— y que constituye uno de los más grandiosos productos de la civilización occidental. Su análisis nos puede servir para establecer un segundo principio muy útil.

La common law te permite defender tus derechos, pero solo de forma razonable. Si alguien irrumpe en tu casa y tienes una pistola cargada, tienes el derecho de defenderte, pero es mejor hacerlo en diferentes fases. ¿Qué pasa si se trata de un vecino borracho y desorientado? «¡Fuego!», piensas, pero no es tan simple. Así que, en vez de disparar, dices: «¡Alto! Tengo una pistola». Si así no se consigue ninguna explicación ni la retirada, puedes ponderar la conveniencia de un tiro de advertencia. Y después, si el intruso sigue avanzando, puedes apuntarle a la pierna. (No tomes todo esto por una asesoría legal, no es más que un mero ejemplo). Puede echarse mano de un único principio, brillante en su carácter práctico, para generar todas estas reacciones progresivamente más severas: el de la fuerza mínima necesaria. Así que ahora ya tenemos dos reglas generales de disciplina. La primera: limita las reglas. La segunda: utiliza la menor fuerza necesaria para aplicarlas

A propósito del primer principio, quizá te preguntes: «Vale, limitar las reglas, ¿pero a qué exactamente?». Aquí hay algunas sugerencias. No muerdas, pegues o des patadas a no ser que sea para defenderte. No tortures ni acoses a otros niños para no acabar en la cárcel. Come de forma civilizada y muéstrate agradecido, así a la gente le gustará invitarte a casa y cocinar para ti. Aprende a compartir, así los demás niños jugarán contigo. Presta atención cuando te hablen los adultos, así no te aborrecerán e incluso puede que se dignen a enseñarte algo. Vete a dormir cuando te toque y sin escándalos, así tus padres podrán tener una vida privada y no se lamentarán de que estés en casa. Cuida de tus cosas, porque es algo que hay que aprender y porque tienes suerte de tenerlas. Sé un alegre compañero cuando pasen cosas divertidas, así la gente querrá tenerte cerca. Un niño que conoce estas reglas será bienvenido allá donde vaya.

En cuanto al segundo principio, que es igual de importante, puedes preguntarte cuál es la fuerza mínima necesaria. Esto tienes que decidirlo basándote en la experiencia, a partir de la intervención más insignificante. A algunos niños una simple mirada los paraliza y otros se detienen cuando se les da una orden. Pero a algunos puede que les haga falta recibir en la mano el golpe de un dedo índice extendido. Algo así resulta particularmente útil en lugares públicos, como un restaurante, ya que se puede aplicar de forma rápida, eficiente y en silencio, sin riesgos de que se produzca una escalada de tensión. ¿Qué alternativas hay? Un niño que llora de rabia para que se le preste atención y que está molestando a todo el mundo no resulta particularmente popular. Otro que vaya corriendo de mesa en mesa y que moleste a todo el mundo no hace más que «deshonrarse» (es una palabra anticuada, pero me parece oportuna), a él y a sus padres. Comportamientos así no son nada deseables y los niños no harán más que repetirlos en público porque están experimentando, es decir, intentando establecer si las mismas reglas que hasta ahora han valido se pueden aplicar en un lugar nuevo. No hay forma de llegar a esa conclusión mediante la palabra, al menos no cuando se tiene menos de tres años.

Cuando nuestros hijos eran pequeños y los llevábamos a restaurantes, atraían las sonrisas de la gente. Se estaban bien sentaditos y comían con educación. No era algo que pudieran hacer durante mucho tiempo, pero tampoco los teníamos allí demasiado. Cuando empezaban a dar muestras de nerviosismo tras haber estado sentados tres cuartos de hora, sabíamos que era el momento de irse. Era parte del acuerdo, y gracias a ello había vecinos de mesa que nos decían lo agradable que era ver a una familia feliz. No es que estuviéramos siempre felices ni que nuestros hijos siempre se portaran bien, pero sí lo hacían la mayor parte del tiempo y era estupendo ver que la gente respondía positivamente a su presencia. Era, en particular, bueno para los niños, porque así veían que gustaban a la gente. Esto también reforzaba su buen comportamiento y esa era la recompensa.

A la gente le encantarán tus hijos si le das la oportunidad. Es algo que descubrí en cuanto fuimos padres por primera vez, cuando nació nuestra hija Mikhaila. Cuando la sacábamos a la calle en su carrito plegable por nuestro barrio de clase trabajadora de Montreal (Canadá), había tipos con pinta de fornidos leñadores borrachos que se paraban para sonreírle. Se le acercaban y le hacían muecas y carantoñas. Ver a la gente interactuando con niños es algo que te devuelve la fe en la naturaleza humana, y todo eso se multiplica cuando tus hijos se portan bien en público. Si quieres asegurarte de que ocurran cosas así, tienes que disciplinar a tus hijos con cuidado y de forma eficiente. Y  para eso, debes tener algunas nociones sobre la recompensa y el castigo, en vez de negarte a saber nada al respecto

Una parte del proceso que supone establecer una relación con tu hijo o con tu hija es aprender cómo esa personita responde a una intervención disciplinaria y, a partir de ahí, intervenir de forma eficiente. Cierto, es mucho más fácil llenarse la boca con tópicos al uso como «Los castigos físicos jamás están justificados» o «Cuando pegas a un niño, lo único que haces es enseñarle a pegar». Empecemos con la primera afirmación: «Los castigos físicos jamás están justificados». En primer lugar, habría que señalar que existe un consenso generalizado acerca de la idea de que determinados comportamientos, sobre todo aquellos relacionados con el robo o las agresiones, están mal y tendrían que estar sujetos a alguna forma de sanción. En segundo lugar, habría que señalar que casi todas esas sanciones implican un castigo en sus muchas vertientes psicológicas o más explícitamente físicas. La falta de libertad produce dolor de una forma fundamentalmente similar a la de un trauma físico. Lo mismo puede decirse del uso del aislamiento social, incluido el llamado «tiempo de castigo». Todo esto lo sabemos a partir de la neurobiología. Así, son las mismas áreas del cerebro las que regulan la respuesta en los tres casos y las sensaciones se alivian en todos cuando se les aplica la misma clase de drogas, los opiáceos. La cárcel es claramente un castigo físico — sobre todo el confinamiento solitario—, incluso cuando no ocurre nada violento. En tercer lugar, habría que señalar que algunas acciones particularmente descabelladas tienen que detenerse de forma inmediata y eficaz, entre otras cosas para que no suceda nada peor. ¿Qué tipo de castigo es el adecuado para alguien que no deja de meter un tenedor por un enchufe eléctrico? ¿O que se pone a correr entre risas por el aparcamiento de un supermercado abarrotado? La respuesta es simple: lo que sea que sirva para detenerlo cuanto antes, dentro de lo razonable, porque de lo contrario se puede producir un drama.

Tanto el caso del aparcamiento como el del enchufe resultan bastante evidentes, pero el mismo principio resulta válido en el ámbito social, lo que nos conduce al cuarto punto acerca de las excusas para el castigo físico. Las sanciones que corresponden a las malas acciones (esas que se podrían haber atajado de forma eficaz durante la niñez) ganan en severidad a medida que los niños crecen. Así pues, son sobre todo aquellos que siguen sin haber conocido una socialización adecuada a los cuatro años de edad los que reciben un castigo desproporcionadamente mayor por parte de la sociedad cuando se hacen jóvenes o adultos. Por otro lado, a menudo los niños de cuatro años sin control son los mismos que a los dos años resultaban excesivamente agresivos, porque así habían nacido. En comparación con los otros niños de su edad, pateaban, pegaban, mordían y quitaban juguetes (lo que después es robar) de forma mucho más frecuente. Este perfil corresponde con, aproximadamente, el cinco por ciento de los niños y un porcentaje mucho menor de las niñas. Repetir como cacatúas la frase mágica «No hay ninguna excusa para el castigo físico» equivale a mantener la ficción en virtud de la cual los diablos adolescentes emergen de pequeños e inocentes angelitos infantiles. No le estás haciendo ningún favor a tu hijo cuando pasas por alto su mala conducta, sobre todo si, por su propio temperamento, exhibe una mayor agresividad.

Aferrarse a la teoría de que los castigos físicos jamás están justificados también es (en quinto lugar) asumir que la palabra «no» puede dirigirse de forma eficaz a una persona sin que exista la amenaza de castigo. Si una mujer puede decir «no» a un hombre poderoso y narcisista es porque hay normas sociales, leyes y autoridades que la respaldan. Un padre o una madre solo puede decir «no» a un niño que quiere un tercer trozo de pastel porque es más grande, más fuerte y más hábil que su hijo, y además también ve reforzada su autoridad por la ley y el Estado. Lo que ese «no» viene a significar siempre en última instancia es: «Si sigues haciendo eso, te ocurrirá algo que no te va a gustar». De lo contrario, no significa nada o, peor, significa «otra majadería farfullada por adultos a quien se puede ignorar». O, peor todavía, significa «todos los adultos son inútiles y débiles», lo que supone una lección particularmente negativa si se tiene en cuenta que el destino de todos los niños es volverse adultos y que la mayoría de las cosas que se aprenden sin tener que sufrir por ello las facilitan o las enseñan explícitamente los adultos. ¿Qué puede esperar del futuro un niño que ignora y desprecia a los adultos? ¿Para qué crecer? Y esa es la historia de Peter Pan, quien piensa que todos los adultos son variantes del capitán Garfio, unos tiranos horrorizados por su carácter mortal (simbolizado en el cocodrilo que llevaba un reloj dentro de la tripa). Un «no» solo puede significar «no» en ausencia de violencia cuando una persona civilizada se lo dice a otra.

¿Y qué decir sobre la idea de que «pegar a un niño solo sirve para enseñarle a pegar»? Pues, en primer lugar, que no, no es verdad, es demasiado simplista. Para empezar, «pegar» es una palabra muy poco sofisticada para describir la acción disciplinaria que un padre eficaz puede realizar. Si «pegar» sirviera para describir todo el abanico posible de fuerza física, entonces no habría diferencia alguna entre unas gotas de lluvia y las bombas atómicas. La magnitud cuenta, así como el contexto, a no ser que cerremos los ojos o queramos ser ingenuos. Cualquier niño sabe cuál es la diferencia entre que te muerda un perro agresivo al que no has provocado y que te mordisquee la mano tu mascota cuando intenta, entre juegos, agarrar el hueso que le estás tendiendo. Cómo de duro se pega a alguien y por qué se hace son cuestiones que no se pueden ignorar cuando se habla de pegar. El momento y el contexto también tienen una importancia esencial. Si le das con un dedo en la mano a tu hijo de dos años después de que haya golpeado en la cabeza a su hermanita menor con un bloque de madera, entenderá la conexión y, por lo menos, no estará tan dispuesto a volver a hacerlo la próxima vez, lo que parece un buen resultado. Seguro que, a partir del toque con el dedo de su madre, no saca la conclusión de que tendría que golpear más fuerte. No es tonto, simplemente tiene celos, es impulsivo y no muestra una gran sofisticación. ¿Y qué otra cosa puedes hacer para proteger a su hermana? Si impartes disciplina de forma no eficaz, la pequeña sufrirá, quizá durante años. Las agresiones continuarán porque no harás absolutamente nada para que paren. Evitarás el conflicto que resulta necesario para establecer la paz, harás la vista gorda y, cuando acabe enfrentándose a ti (quizá ya de adulto), dirás que nunca te habías dado cuenta de que era así. Lo que pasa es que no querías saberlo, así que nunca lo llegaste a saber. Te limitaste a renunciar a tu responsabilidad de disciplina, y en su lugar te entregaste a un despliegue continuo de bondad. Pero todas las casitas de golosinas tienen dentro una bruja que se come a los niños.

¿Y adónde nos lleva todo esto? A la decisión de impartir disciplina de forma eficaz o ineficaz, pero no a la decisión de evitar cualquier tipo de ella, porque la naturaleza y la sociedad acabarán castigando de forma draconiana todos los defectos de comportamiento que no se hayan corregido siendo niños. Aquí tienes algunas pistas prácticas: sacar al niño de la habitación, el llamado «tiempo de descanso», puede ser una forma extremadamente efectiva de castigo, sobre todo si el niño que se está portando mal puede volver en cuanto haya sido capaz de controlarse. Así, el niño de la rabieta se sentará solo hasta que se calme y luego podrá volver a la vida normal. Esto significa que quien gana es el niño, no la rabia. La regla es: «Vuelve con nosotros en cuanto seas capaz de portarte bien». Es una regla muy buena para los niños, los padres y la sociedad. Sabrás si tu hijo ha recuperado el control y entonces volverá a gustarte, a pesar de lo que haya hecho antes. Si sigues enfadado, quizá es porque no se ha arrepentido del todo o quizá tendrías que hacer algo con tu tendencia al rencor.

Si tu hijo es un pequeño canalla que lo único que hace cuando lo sientas en los peldaños de la escalera o en su habitación es salir corriendo entre risas, entonces quizá se pueda añadir algún tipo de restricción física. Se puede sujetar a un niño o una niña con cuidado pero con firmeza por la parte superior de los brazos hasta que deje de retorcerse y preste atención. Si eso no funciona, quizá sea necesario tumbar al niño boca abajo sobre la rodilla del padre. Para un niño que está saltándose los límites de forma espectacular, un cachete en el trasero puede servir como indicación de la mayor seriedad por parte de un adulto responsable. Hay situaciones en las que ni siquiera eso bastará, en parte porque algunos niños son tozudos, difíciles o les gusta explorar hasta dónde pueden llegar, o porque el comportamiento ofensivo en cuestión resulta verdaderamente grave. Y si no te estás parando a pensar sobre estas cuestiones es que no estás actuando como un padre o una madre responsable. Estás dejando el trabajo sucio a otra persona, y esa persona lo hará de forma mucho más sucia que tú.

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