DISCIPLINA Y CASTIGO

A los padres de hoy en día les aterrorizan dos palabras frecuentemente yuxtapuestas: «disciplina» y «castigo», que les sugieren imágenes de cárceles, soldados y botas militares. La distancia entre disciplina y tiranía o entre castigo y tortura, efectivamente, se cruza con facilidad, así que hay que ir con cuidado con la disciplina y el castigo. La aprensión resulta natural, pero ambos son necesarios. Se pueden aplicar consciente o inconscientemente, bien o mal, pero no hay forma de evitarlos.

No es que sea imposible disciplinar mediante recompensas. En realidad puede dar muy buenos resultados recompensar el buen comportamiento. El más famoso de los psicólogos conductistas, B. F. Skinner, era un firme defensor de este tipo de enfoque. De hecho, era todo un experto que enseñó a jugar al ping-pong a unas palomas. Lo cierto es que tan solo eran capaces de lanzar la pelota de un lado a otro picoteándola, pero no eran más que palomas, así que, aunque jugaran mal, la cosa ya era todo un logro. Skinner incluso enseñó a sus pájaros a guiar misiles durante la Segunda Guerra Mundial, en el Proyecto Paloma, luego conocido como Orcon. Hizo grandes avances, hasta que la invención de los sistemas de guía electrónicos dejó obsoletos sus esfuerzos.

Skinner observaba de forma excepcionalmente minuciosa a los animales que entrenaba. Cualquier tipo de acción que se asemejara a lo que él intentaba que realizaran suponía una recompensa inmediata adecuadamente proporcionada, es decir, no tan pequeña como para resultar irrelevante ni tan grande como para comprometer futuras recompensas. Se puede adoptar una estrategia semejante con los niños, y lo cierto es que funciona muy bien. Imagina que quieres que tu hijo ayude a poner la mesa, una habilidad bastante útil. El niño te gustaría más si pudiera hacerlo y sería bueno para su autoestima. Así pues, divides ese objetivo de comportamiento en diferentes elementos. Uno de ellos es llevar el plato desde el armario hasta la mesa, pero quizá resulte demasiado complejo. A lo mejor tu hijo solo lleva unos meses andando y todavía lo hace tambaleándose. Por eso empiezas con la práctica dándole un plato y pidiéndole que te lo devuelva, después de lo cual le puedes dar una palmadita en la cabeza. Puedes convertirlo en un juego: cógelo con la izquierda, cambia de mano, pásatelo por detrás de la espalda. Después puedes darle un plato y retirarte unos pasos, de tal modo que tenga que andar unos pasos antes de devolvértelo. Entrénalo para que se convierta en un maestro llevando platos, no lo abandones a su condición de patoso.

Con este tipo de enfoque puedes enseñar prácticamente cualquier cosa a cualquier persona. Primero, averigua qué es lo que quieres y, después, observa a las personas que te rodean como si fueras un halcón. Por último, en cuanto veas algo que se parezca un poquito más a aquello que quieres conseguir, lánzate en picado (como un halcón) y entrega una recompensa. A lo mejor tu hija se ha vuelto demasiado reservada desde que llegó a la adolescencia y te gustaría que hablara más. Ese es, por tanto, tu objetivo: una hija más comunicativa. Una mañana, durante el desayuno, te cuenta una anécdota de la escuela. Es un momento excelente para prestar atención, y esa es la recompensa. Deja de mandar mensajes y escucha, a menos que quieras que nunca te vuelva a contar nada.

Por supuesto que las intervenciones de los padres que hacen felices a los hijos pueden y tienen que utilizarse para moldear el comportamiento. Lo mismo ocurre con los maridos, las mujeres, los compañeros de trabajo o los padres. Skinner, en cualquier caso, era realista. Se dio cuenta de que el uso de la recompensa era muy difícil: el observador tenía que esperar pacientemente hasta que el objeto de estudio manifestara espontáneamente el comportamiento deseado, que entonces se reforzaba. Algo así exigía mucho tiempo y largas esperas, lo que supone un problema, por no hablar de que mataba de hambre a los animales con los que trabajaba, dejándolos que perdieran hasta tres cuartas partes de su peso normal para que terminaran estando lo suficientemente interesados en prestarle atención. Pero estas no son las únicas limitaciones de un enfoque estrictamente positivo.

Las emociones negativas, como las positivas, nos ayudan a aprender. Y tenemos que aprender, porque somos estúpidos y porque se nos hace daño con facilidad. Porque podemos morir si no lo hacemos. Algo así ni está bien ni nos hace sentir bien, de lo contrario iríamos detrás de la muerte y acabaríamos muriendo. Pero lo cierto es que ni siquiera nos agrada pensar en la remota eventualidad de la muerte, sea cuando sea. Así, las emociones negativas, por desagradables que resulten, nos protegen. Sentimos dolor, miedo, vergüenza y asco, y así evitamos sufrir daños. Y se trata de sentimientos que solemos sentir a menudo. De hecho, sentimos más emoción negativa ante una pérdida de un valor determinado que la positiva que experimentamos si conseguimos algo de ese mismo valor. El dolor es más contundente que el placer y la ansiedad, más que la esperanza.

Las emociones, las positivas y las negativas, presentan dos variantes apropiadamente diferenciadas. La satisfacción (técnicamente, la saciedad) nos señala que lo que hemos hecho estaba bien, mientras que la esperanza (técnicamente, un incentivo) nos indica que algo placentero va a ocurrir. El dolor nos hace sufrir, de tal forma que no repetimos las acciones que nos hicieron daño a nivel personal o nos condujeron al aislamiento social (puesto que la soledad, técnicamente, también es una forma de dolor). La ansiedad nos hace alejarnos de las personas dañinas y los malos lugares para que no tengamos que sentir dolor. Todas estas emociones tienen que equilibrarse unas con otras y deben evaluarse minuciosamente en cada contexto, pero todas ellas son necesarias para que sigamos con vida. Por tanto, hacemos un flaco favor a nuestros hijos si dejamos de utilizar cualquier herramienta a nuestro alcance que los ayude a aprender, incluidas las emociones negativas, aunque se recurra a ellas de la forma más bondadosa posible.

Skinner sabía que las amenazas y los castigos podían frenar los comportamientos no deseados, de la misma forma que las recompensas reforzaban los apropiados. En un mundo que se bloquea ante la idea de interferir en la hipotéticamente pura senda del desarrollo infantil natural, puede resultar difícil incluso plantear la técnica anterior. No obstante, los niños no pasarían por un periodo tan largo de desarrollo antes de alcanzar la madurez si su comportamiento no tuviera que moldearse. De lo contrario, saldrían disparados del vientre materno y se pondrían a pujar en el mercado de valores. Tampoco se puede proteger totalmente a los niños del miedo y del dolor. Son pequeños, vulnerables y no saben gran cosa del mundo. Incluso cuando están haciendo algo tan natural como aprender a andar, el mundo no deja de asestarles golpe tras golpe. Y eso sin mencionar la frustración y el rechazo que experimentan de forma inevitable cuando tienen que tratar con sus hermanos, con sus compañeros o con adultos testarudos y poco colaborativos. En resumen, la verdadera cuestión a nivel moral no es cómo proteger totalmente a los niños de los sinsabores y el fracaso de tal forma que nunca sufran ni miedo ni dolor, sino, por el contrario, cómo maximizar el aprendizaje para que puedan extraer un conocimiento útil con un coste mínimo.

En la película de Disney La bella durmiente, el rey y la reina tienen una hija tras una larga espera, la princesa Aurora. Preparan un gran bautizo para presentársela al mundo, ceremonia a la que invitan a todas las personas que quieren y que honran a su hija recién nacida. Pero se les olvida avisar a Maléfica (pérfida y malvada), que es esencialmente la reina del Inframundo, o la naturaleza en su versión negativa. En términos simbólicos, esto significa que los dos monarcas están sobreprotegiendo a su querida hija, montando a su alrededor un mundo que no contiene nada negativo. Pero al hacerlo no la protegen, sino que la debilitan. Maléfica maldice a la princesa, a la que condena a muerte a los dieciséis años por un pinchazo con el huso de una rueca. La rueca gira como la rueda de la fortuna, mientras que el pinchazo, que produce sangre, simboliza la pérdida de la virginidad, una señal de la mujer que se abre camino dejando atrás la niñez.

Afortunadamente, el hada buena (el elemento positivo de la naturaleza) rebaja el castigo a la inconsciencia, reversible con el primer beso de amor. Los aterrados reyes se deshacen de todas las ruecas que hay en el país y ponen a su hija en manos de las empalagosas hadas buenas, que son tres. Siguen adelante con su estrategia de ir apartando todo lo peligroso, pero, al hacerlo, dejan a su hija en un estado de ingenuidad, inmadurez y debilidad. Un día, justo antes de que Aurora cumpla dieciséis años, se encuentra a un príncipe en el bosque y se enamora en el momento. Partiendo de cualquier criterio más o menos normal, algo así ya es un poco exagerado. Entonces se pone a lloriquear lamentando tener que casarse con el príncipe Felipe, con quien se la prometió de niña, y se derrumba en llantos cuando la llevan a casa de sus padres para su fiesta de cumpleaños. Es justo en ese momento cuando se manifiesta la maldición de Maléfica. Tras la puerta de un portón del castillo, aparece una rueca. Aurora se pincha el dedo y cae inconsciente. Se convierte así en la Bella Durmiente. Al hacerlo (de nuevo, simbólicamente), prefiere la inconsciencia al terror de la vida adulta. Algo similar suele ocurrir a nivel existencial con los niños sobreprotegidos, que pueden hundirse —y entonces desear la bendición que supone la inconsciencia— cuando se enfrentan a su primer contacto directo con el fracaso o, peor, con la auténtica perversidad, que no consiguen o no quieren entender y contra la cual no poseen ningún mecanismo de defensa.

Piensa por ejemplo en el caso de una niña de tres años que no ha aprendido a compartir. Demuestra su comportamiento egoísta delante de sus padres, pero estos son demasiado buenos con ella para intervenir. Aunque, para ser sinceros, lo que hacen es negarse a prestar atención, a admitir lo que está ocurriendo y a enseñarle cómo debería actuar. Desde luego que se sienten molestos cuando ven que no quiere compartir cosas con su hermana, pero fingen que todo está bien. Pero no, no está bien, porque más adelante acabarán gritándole por algo que no tiene nada que ver y ella se sentirá dolida y confundida, pero no aprenderá nada. Peor todavía: cuando intente hacer amigos, no lo conseguirá a causa de su falta de sofisticación social. A los niños de su edad no les hará ninguna gracia su incapacidad para cooperar, así que se pelearán con ella o irán a buscar a otra persona con la que poder jugar. Los padres de esos mismos niños observarán su torpeza y su mal comportamiento y no la volverán a invitar para que juegue con sus hijos. Se sentirá sola y rechazada, lo que le producirá ansiedad, depresión y resentimiento. A partir de ahí, se producirá un distanciamiento con la vida que equivale a desear la inconsciencia.

Los padres que se niegan a adoptar la responsabilidad de disciplinar a sus hijos piensan que se puede optar por evitar el conflicto que una crianza adecuada exige. Su prioridad es no ser el malo de la película (a corto plazo), pero en absoluto consiguen rescatar o proteger a sus hijos del miedo o del dolor. Al contrario, el universo social expandido, tan insensible y tan dado a juzgar, les infligirá muchos más castigos y conflictos de los que un padre atento podría imponer. O bien disciplinas a tus hijos, o bien traspasas esa responsabilidad al cruel e insensible mundo, pero la motivación para hacer esto último de forma alguna debe confundirse con el amor.

Puede que disientas, como a veces hacen los padres de hoy en día, y te preguntes por qué un niño tendría que estar sujeto a los dictados arbitrarios de un progenitor. De hecho, hay toda una nueva variante de pensamiento políticamente correcto que considera que algo así es «adultismo», una forma de prejuicio y opresión análoga, por ejemplo, al sexismo o al racismo. Hay que plantear con cuidado la cuestión de la autoridad de los adultos, algo que requiere un delicado estudio de la propia cuestión. Aceptar una objeción tal y como se formula equivale a aceptar hasta cierto punto su validez, lo que puede resultar peligroso si la cuestión está mal planteada. Vamos, pues, a analizarla.

En primer lugar, ¿por qué un niño tendría que «estar sujeto» a nada? Bueno, es fácil: todo niño o toda niña tiene que escuchar y obedecer a los adultos porque depende de los cuidados que una o varias personas ya crecidas estén dispuestas a proporcionarle. Teniéndolo en cuenta, es mejor para el niño comportarse de tal forma que genere genuino afecto y buena disposición. Pero se puede imaginar algo todavía mejor. El niño podría portarse de una forma que al mismo tiempo garantizara la máxima atención por parte de los adultos, de una forma que resultara beneficiosa para su estado actual y para su desarrollo futuro. Algo así resulta muy ambicioso, pero es lo que más se ajusta a los intereses del niño, con lo que hay buenos motivos para aspirar a tal meta.

A todo niño también se le debería enseñar a cumplir de buena gana con las expectativas del mundo social. Esto no significa asumir la imposición de una conformidad ideológica enajenada, sino, al contrario, que los padres deben recompensar aquellas actitudes y acciones que faciliten el éxito de sus hijos en el mundo que se abre más allá de la familia, así como utilizar las amenazas y el castigo cuando sean necesarios para erradicar comportamientos que conduzcan a la desgracia y al fracaso. No hay muchas oportunidades para ello, así que es importante acertar lo antes posible. Si no se le ha enseñado a un niño a comportarse apropiadamente antes de los cuatro años de edad, durante toda su vida le resultará difícil hacer amigos, como la ciencia ha demostrado. Esto es importante, porque los compañeros forman la fuente primaria de socialización a partir de esa misma edad. Los niños que son rechazados dejan de desarrollarse a causa de su aislamiento, así que se quedan cada vez más rezagados mientras el resto de los niños va progresando. En consecuencia, el niño que no tiene amigos a menudo se convierte en un adolescente y adulto solitario, asocial o deprimido, lo que no está nada bien. Una parte mucho mayor de lo que imaginamos de nuestra cordura es consecuencia de nuestra inmersión adecuada en una comunidad social. Se nos tiene que recordar de forma continua que pensemos y actuemos como se tiene que hacer. Cuando no lo hacemos, la gente que nos quiere y que se preocupa por nosotros nos va dando pequeños y grandes empujones para que recuperemos la marcha, de modo que es mejor estar rodeado de ese tipo de gente.

Por otra parte, volviendo a la cuestión, tampoco es cierto que los dictados de los adultos sean siempre arbitrarios. Una cosa así solo resulta cierta en un Estado totalitario disfuncional, pero, en las sociedades civilizadas y abiertas, la mayoría se rige por un contrato social funcional que tiene como objetivo la mejora recíproca o, por lo menos, la coexistencia cercana sin demasiada violencia. Ni siquiera un sistema de reglas que tan solo consista en ese mínimo contrato resulta de forma alguna arbitrario, teniendo en cuenta cuál es la alternativa. Si la sociedad no premia de forma adecuada el comportamiento productivo y cooperativo, si insiste en distribuir los recursos de forma manifiestamente injusta y arbitraria y permite el robo y la explotación, no tardará en verse afectada por el conflicto. Si sus jerarquías se basan solo o fundamentalmente en el poder y no en la competencia necesaria para ejecutar aquello que es importante y difícil, también tenderá al desmoronamiento. Así ocurre, de una forma más simple, con las jerarquías de chimpancés, lo que proporciona una indicación de su condición de verdad primigenia, fundamental, biológica y no arbitraria.

Los niños que no se han socializado correctamente tienen vidas horribles, con lo que es mejor socializarlos de la mejor forma posible. Una parte de este trabajo puede realizarse con recompensas, pero no todo. Así pues, no se trata de decidir si hay que emplear el castigo y la amenaza, sino de hacerlo de forma consciente y sopesada. ¿Entonces cómo hay que disciplinar a los niños? Es una pregunta muy complicada, porque los niños (como los padres) presentan temperamentos muy distintos. Algunos son afables y desean verdaderamente que todos estén satisfechos con ellos, pero eso los lleva a evitar el conflicto y a ser dependientes. Otros son más tenaces e independientes y quieren hacer lo que les apetezca, cuando quieran y todo el tiempo. Así pues, pueden ser provocativos, desobedientes y testarudos. Otros necesitan desesperadamente reglas y estructuras, con lo que se encuentran a gusto incluso en entornos muy rígidos. Los hay que tienen muy poca estima por lo predecible y por la rutina, totalmente refractarios a cualquier exigencia —por mínima que sea— relacionada con el orden. Unos tienen una imaginación y una creatividad desbordantes; otros son mucho más concretos y conservadores. Todos estos rasgos constituyen diferencias profundas, importantes, profundamente influidas por factores biológicos y que resulta difícil modificar socialmente. Es una suerte que, habiendo de gestionar esta variabilidad, seamos herederos de una gran cantidad de reflexiones atinadas sobre el uso adecuado del control social.

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