NO PERMITAS QUE TUS HIJOS HAGAN COSAS QUE DETESTES

PUES NO, NO ESTÁ BIEN

Hace poco vi a un niño de tres años que se iba arrastrando lentamente detrás de sus padres por un aeropuerto abarrotado. Gritaba con violencia a intervalos de cinco segundos y, lo más importante, lo hacía porque le apetecía. No estaba verdaderamente desesperado, es algo que yo, como padre, podía identificar. Estaba molestando a sus padres y a cientos de personas alrededor tan solo para llamar la atención. Quizá necesitaba algo, pero no era esa la forma de obtenerlo y papá y mamá se lo tendrían que haber dejado claro. Puede que discrepes y que digas que quizá estaban agotados y con jet-lag después de un largo viaje. Pero treinta segundos de intervención convenientemente dirigida a resolver el problema habrían bastado para poner fin a un episodio tan bochornoso. Unos progenitores más atentos no permitirían que alguien a quien de verdad querían se convirtiera en objeto de desprecio de toda una multitud.

En otra ocasión vi cómo una pareja que no conseguía (o no quería) decirle «no» a su hijo de dos años se veía obligada a seguirlo allá donde iba, a cada momento de lo que en principio era una placentera visita social, porque el crío se portaba tan mal cuando no se lo sometía a un control permanente que no se le podía conceder ni un solo segundo de verdadera libertad sin asumir riesgos. El deseo de los padres de no corregir a su hijo en cada uno de sus impulsos producía de forma perversa el efecto exactamente contrario: lo privaban de toda oportunidad de actuar de forma independiente. Puesto que no se atrevían a enseñarle lo que significa un «no», carecía de cualquier noción sobre los límites razonables que establecen la máxima autonomía de un niño. Era un ejemplo clásico de un gran caos que engendra un gran orden y su inevitable contrario. De igual forma, he visto a padres a los que se les hacía imposible mantener una conversación adulta durante una cena porque sus hijos, de cuatro y cinco años, dominaban todo el escenario social sacándoles la miga a todas las rebanadas de pan y sometiendo a todos los presentes a su tiranía infantil mientras mamá y papá miraban avergonzados, despojados de la menor habilidad para intervenir.

Mi hija ya es adulta, pero, cuando era niña, en una ocasión un niño le pegó en la cabeza con un camión metálico de juguete. Un año más tarde, vi al mismo niño empujar con malicia a su hermana encima de una mesa de café de cristal. Su madre lo agarró enseguida (mientras la niña asustada se quedaba en el suelo) y le dijo susurrando que no hiciera esas cosas, mientras le daba cariñosas palmaditas de una forma que tan solo indicaba aprobación. Lo que estaba haciendo era crear un pequeño Dios-emperador del Universo, y ese es, en realidad, el objetivo no confesado de muchas madres, incluso algunas que se tienen por defensoras de la absoluta igualdad de los sexos. Estas mujeres se oponen a gritos a cualquier orden que emita un hombre adulto, pero se apresurarán en cuestión de segundos a prepararle a su vástago un sándwich de mantequilla de cacahuete si este se lo pide mientras juega, enfrascado y con aires de importancia, a la consola. Las futuras parejas de estos niños tendrán todas las razones del mundo para odiar a sus suegras. ¿Respeto por las mujeres? Eso vale para otros chicos, otros hombres, no para sus queridos hijos.

Algo por el estilo es lo que debe de subyacer, al menos en parte, en la preferencia por los hijos varones que se aprecia particularmente en lugares como la India, Pakistán y China, donde se practica de forma intensiva el aborto selectivo por sexo. La entrada de Wikipedia sobre esta práctica atribuye su existencia a «normas culturales» que consideran a los niños preferibles a las niñas. (Cito Wikipedia porque se escribe y edita de forma colectiva, con lo que resulta el lugar perfecto para encontrar saberes comúnmente aceptados). Pero no hay prueba alguna de que este tipo de ideas sean estrictamente culturales. Existen razones psicobiológicas plausibles que explican la evolución de este tipo de actitudes y que no resultan gratas desde una perspectiva moderna e igualitaria. Si las circunstancias te obligan, digamos, a jugártela a una sola mano, un hijo es una apuesta mejor —por estrictos motivos de lógica evolutiva— cuando lo único que cuenta es la proliferación de tus genes. ¿Por qué?

Bueno, una hija que se reproduzca con éxito te puede aportar ocho o nueve criaturas. Yitta Schwartz, una superviviente del Holocausto, fue toda una estrella en este aspecto: tuvo tres generaciones de descendientes directos que alcanzaron ese nivel máximo de procreación, de tal forma que, cuando murió en 2010, su prole la componían casi dos mil personas. Pero si tienes un hijo que se reproduce con éxito, no hay límites que valgan, ya que procreando con numerosas parejas femeninas puede conseguir una reproducción exponencial (y eso a pesar de la práctica limitación en nuestra especie a los nacimientos de un solo bebé). Según cuentan los rumores, el actor Warren Beatty y el jugador de baloncesto Wilt Chamberlain se fueron a la cama cada uno con miles de mujeres, un comportamiento que no resulta extraño, por ejemplo, entre las estrellas de rock. No engendraron criaturas en esas mismas proporciones, ya que los métodos modernos de control de la natalidad lo limitan, pero algunas personas célebres del pasado sí que lo hicieron. Por ejemplo, el antepasado común de la dinastía Qing, Giocangga (que nació hacia 1550), es ancestro por línea sucesoria masculina de un millón y medio de personas del noroeste de China. La dinastía medieval Uí Néill dejó una descendencia de tres millones de hombres, localizada fundamentalmente en el noroeste de Irlanda y los Estados Unidos, como resultado de la emigración irlandesa. Y el rey de todos, Gengis Kan, conquistador de gran parte de Asia, es el ancestro del ocho por ciento de los hombres de Asia Central, es decir, dieciséis millones de descendientes hombres, treinta y cuatro generaciones más tarde. Así que, desde una perspectiva profundamente biológica, hay razones por las cuales los padres puedan tener tal preferencia por la descendencia masculina y quieran eliminar los fetos femeninos, si bien no quiero decir que exista una causalidad directa ni doy a entender que se deba apelar a otras razones más marcadamente culturales.

El tratamiento preferencial que se puede dispensar a un niño durante el desarrollo puede contribuir a formar un hombre atractivo, equilibrado y seguro de sí mismo. Este fue el caso del padre del psicoanalista Sigmund Freud, según sus propias palabras: «Un hombre que fue el indisputable favorito de su madre mantiene durante el resto de su vida el sentimiento de conquistador, esa confianza en el éxito que a menudo conduce al éxito real». De acuerdo. Pero este «sentimiento de conquistador» puede convertir fácilmente a la persona en un conquistador real. Las memorables hazañas reproductivas de Gengis Kan salieron muy caras a muchas personas, entre ellas a los millones de chinos, persas, rusos y húngaros que fueron masacrados. Así pues, mimar a un niño puede funcionar bien desde la perspectiva del «gen egoísta» (es decir, permitir que los genes del niño consentido den lugar a una descendencia innumerable), retomando la famosa expresión del biólogo evolutivo Richard Dawkins. Pero también puede dar pie a un espectáculo sórdido y doloroso en el momento actual y acabar mutando en algo inconcebiblemente peligroso.

Nada de esto significa que todas las madres muestren una preferencia por sus hijos varones, que las hijas no puedan ser a veces las favoritas o que los padres no malcríen en ocasiones a sus hijos. Hay otros factores que claramente pueden resultar dominantes. En algunos casos, por ejemplo, hay un odio inconsciente (o quizá no tan inconsciente) que se impone por encima de cualquier preocupación que los padres puedan sentir por cualquiera de sus hijos, sin importar el sexo, la personalidad o la situación. Recuerdo el caso de un niño de cuatro años al que se le dejaba pasar hambre de forma constante. Cuando su niñera sufrió un accidente, fue rotando entre las casas de nuestro vecindario para pasar las horas en las que se quedaba solo. Cuando su madre nos lo dejó en casa, nos comentó que no comía en todo el día. «Está bien así», dijo. Pero no, no estaba bien, si es que hace falta decirlo. De hecho, este mismo chico acabó aferrado a mi mujer durante horas, totalmente desesperado y con una entrega incondicional después de que ella consiguiera hacerle comer una cena entera, tras haber hecho gala de una enorme constancia y tenacidad, haberle agradecido su cooperación y no haberlo abandonado durante el proceso. Empezó con la boca totalmente cerrada, sentado en la mesa del comedor junto a mi mujer y yo, nuestros dos hijos y dos niños del vecindario que cuidábamos por el día. Ella le puso la cuchara delante y esperó pacientemente mientras el niño no dejaba de sacudir la cabeza para bloquear la boca, utilizando los típicos métodos defensivos de un niño de dos años tozudo al que no se le ha prestado mucha atención.

Pero mi mujer no le permitió que no lo consiguiera. Le daba palmaditas en la cabeza cada vez que se tragaba una cucharada, diciéndole con toda sinceridad que era un niño bueno. Porque de verdad pensaba que era un niño bueno. Era un chaval muy mono que había sufrido. Al cabo de diez minutos que no resultaron tan duros, se terminó la comida, mientras todos lo mirábamos con total atención. Era un drama de vida o muerte.

«Mira —le dijo mi mujer enseñándole el plato—, te lo has acabado todo». Y a este chaval, el mismo que cuando lo conocí permanecía todo el rato triste en una esquina, que no quería interactuar con otros niños, que andaba siempre enfurruñado, que no respondía de forma alguna cuando yo le hacía cosquillas para intentar jugar con él, se le dibujó una sonrisa radiante en la cara en cuanto escuchó estas palabras. Hoy, veinte años después, todavía se me saltan las lágrimas cuando escribo sobre aquel momento. Después de comer, se pegó a mi mujer como un perrito faldero durante el resto del día, negándose a perderla de vista. Cuando se sentaba, él se acurrucaba en su regazo, abriéndose de nuevo al mundo y buscando de forma desesperada el amor que se le había negado de forma continua. Más tarde, aunque demasiado pronto, su madre volvió. Bajó por las escaleras a la habitación en la que estábamos y, al ver a su hijo encima de mi mujer, dijo con resentimiento: «Vaya, una supermamá». Y entonces se fue, con el mismo corazón ennegrecido y criminal, con un hijo condenado colgándole de la mano. Era psicóloga. En fin, con las cosas que se pueden ver abriendo un solo ojo, no es de extrañar que la gente prefiera seguir ciega.

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