Más o menos por entonces, mi casero era un hombre que anteriormente había encabezado una pandilla local de moteros. Mi mujer, Tammy, y yo vivíamos al lado de el en el pequeño edificio de apartamentos de sus padres. Su novia, que tenía marcas de autolesiones, típicas de personas con trastornos límites de la personalidad, se suicidó cuando vivíamos allí.
Él se llamaba Denis y era grande y fuerte, un francocanadiense de barba gris que tenía mucha mano para todo lo relacionado con la electricidad. También tenía cierto talento artístico y se dedicaba a confesionar carteles de madera laminada con luces de neón personalizados. Tras una etapa en la cárcel, hacia lo posible por mantenerse sobrio, pero una vez al mes, más o menos, desaparecía durante un par de días de juerga. Era uno de esos tipos con una capacidad milagrosa para el alcohol: podía beberse cincuenta o sesenta cervezas en una borrachera sostenida de dos días y conseguía mantenerse de pie durante todo el tiempo. Puede resultar difícil de creer, pero así era. Por entonces me dedicaba a investigar acerca del alcoholismo familiar y a menudo escuchaba a personas que me hablaban de padres que consumían más de un litro de vodka al día. Estos patriarcas solían comprarse una botella cada tarde de lunes a viernes, y dos los sábados para adelantarse al cierre de las licorerías los domingos.
Denis tenía un perrito. A veces, Tammy y yo escuchábamos a Denis y al perro aullar como locos en el jardín de atrás a las cuatro de la mañana, durante uno de los maratones alcohólicos. En estas ocasiones, Denis llegaba a beberse todo el dinero que tenía y después venía a nuestro apartamento. Escuchábamos que llamaban a la puerta y ahí estaba Denis, tambaleándose pero erguido y milagrosamente consciente.
En las manos llevaba la tostadora, el microondas o alguno de sus carteles, cualquier objeto que quisiera venderme para poder seguir bebiendo. Así le compre unas cuantas cosas, fingiendo benevolencia, pero Tammy acabo convenciéndome de que no podía seguir haciéndolo. Era algo que a ella le ponía nerviosa y que le hacía daño a Denis, por quien sentía estima. Pero por muy razonable e incluso necesaria que resultara su petición, yo me seguía viendo en una situación complicada.
¿Qué le puedes decir a un antiguo líder motero de temperamento violento y en avanzado estado de embriaguez cuando te intenta vender su microondas con un inglés precario a las dos de la mañana en la puerta de tu casa? Era una pregunta aún más difícil que la de la paciente interna o el paranoico con ganas de despellejar gente. Pero la respuesta era la misma: la verdad. Pero más te valía saber que narices era la verdad.
Poco después de haber hablado con mi mujer, Denis volvió a llamar a nuestra puerta. Me lanzo una mirada directa y escéptica con los ojos entreabiertos, característica de alguien acostumbrado a beber mucho y que se ha metido en problemas unas cuantas veces. Una mirada así significa: <<Demuestra que no has hecho nada>>. Oscilando ligeramente de un lado a otro, me pregunto de manera educada si estaba interesado en comprarle la tostadora. Me saque de encima todas las motivaciones de dominación típicas de los primates y toda superioridad moral y dije, de la forma más directa y cuidadosa que pude, que no. No estaba de broma. En ese momento no era un joven instruido, anglófono y privilegiado en plena ascensión social y él tampoco era un motero expresidiario de Quebec con un nivel de alcohol en sangre de más de 2,00. No, éramos dos hombres de buena voluntad intentándonos ayudar, poniendo ambos de nuestra parte para hacer lo correcto. Le dije que me había dicho que estaba intentando dejar de beber y que no sería bueno para el que le diera más dinero. Le dije que Tammy, a quien el respetaba, se ponía nerviosa cuando venía tan tarde a intentar vendernos cosas.
Durante quince segundos me fulmino con la mirada sin decir una palabra. Fue un intervalo de tiempo más que suficiente. Sabía que estaba buscando la mas mínima expresión que me traicionara y mostrase sarcasmo, engaño, desprecio o autocomplacencia. Pero lo había sopesado muy bien y durante mucho tiempo, así que solo dije cosas de las que estaba convencido. Había elegido con mucho cuidado las palabras que iba a pronunciar, en lo que había sido una autentica travesía por zonas pantanosas tratando de seguir un sendero de piedra medio sumergido en la ciénaga. Denis se giró y se fue. Y es más, a pesar de su nivel de alcoholismo profesional, recordaría nuestra conversación. Nunca volvió a intentar venderme nada y nuestra relación- que, teniendo en cuenta la distancia cultural que existía entre ambos, era buena- se hizo aún más sólida.
Ir a lo fácil o decir la verdad no son solamente dos opciones distintas. Son dos caminos diferentes que atraviesan la vida. Son dos formas totalmente distintas de existir.