La Verdad en Tierra De Nadie
Curse mis estudios de Psicología Clínica en la Universidad Múgil, en Montreal. Solía cruzarme con mis compañeros de clase en las instalaciones del Hospital Douglas, donde vivimos nuestras primeras experiencias directas con personas que parecían enfermedades mentales. Se trata de una institución que ocupa un inmenso terreno y docenas de edificios, algunos de los cuales están conectados por medio de túneles subterráneos que protegen tanto al personal como a los pacientes de los interminables inviernos de Montreal. En otras épocas el hospital albergaba a centenares de pacientes que estaban internados a largo plazo. Esto era antes de la aparición de los fármacos antipsicóticos y de la generalización de los movimientos de desinstitucionalización a finales de la década de 1960, que vieron el cierre de casi todos los manicomios, condenado a menudo a los pacientes entonces <<liberados>> a una vida mucho más dura en las calles. Así pues, a principios de la década de 1980, cuando viste el lugar por primera vez, yo solo seguían allí los casos más graves. Eran personas extrañas y muy deterioradas desperdigadas por los túneles del hospital. Parecían sacados de una fotografía de Diane Arbus o de un cuadro del Bosco.
Un día, mis compañeros y yo estábamos en fila esperando instrucciones del estricto psicólogo alemán que dirigía las prácticas clínicas. Una paciente interna, frágil y vulnerable, se acercó a una estudiante, una joven conservadora de buena familia. La paciente se dirigió a ella de forma amigable, infantil, y le pregunto: <<¿ por qué estáis todos aquí de pie? ¿ Que estáis haciendo? ¿ puedo quedarme con vosotros?>>. ¿Qué le digo?>>. La había pillado por sorpresa, y a mí también, que alguien en una situación de aislamiento y deterioro semejante pidiera algo por el estilo. Ninguno de los dos quería decirle nada que pudiera percibirse como un rechazo o una reprimenda.
Repentinamente nos habíamos adentrado en una especie de tierra de nadie, en la que la sociedad no proporcionaba ningún tipo de regla o directriz. Comenzábamos las prácticas y no estábamos en absoluto preparados para enfrentarnos en las dependencias de un psiquiátrico con una paciente esquizofrénica que nos hacia una pregunta ingenua y amistosa para tantear las posibilidades de verse incluida en un grupo. Tampoco se podía aplicar la dinámica conversacional natural entre personas que prestan atención a indicaciones contextuales. ¿Cuáles eran las reglas en una situación semejante, totalmente ajena a los límites de una interacción social habitual? ¿Cuáles eran exactamente las opciones?
En ese instante, solo se me ocurrieron dos. Podía contarle a la paciente una historia inventada con la intención de quedar bien o podía responderle con sinceridad. <<solo se admite a ocho personas en nuestro grupo>>, habría sido un ejemplo del primer caso, así como <<es que justamente ahora nos estábamos yendo>>. Ninguna de estas dos opciones habría herido ningún sentimiento, por lo menos a nivel superficial, ni mencionaba la diferencia de estatus que nos dividía. Pero ningunas de las dos habría sido exactamente cierta. Así que no me decante por ninguna de ellas.
Le dije a la paciente tan simple y directamente como pude que éramos estudiantes, que estábamos empezando las prácticas para ser psicólogos, y que por ese motivo no podía unirse a nosotros. La respuesta subrayada la distinción que existía entre su situación y la nuestra, poniendo todavía más de relieve el contraste entre ambas. Se trataba de una respuesta más dura que una mentira piadosa bien pensada. Pero ya tenía por entonces cierta noción de que falta a la verdad, por muy buenas intenciones que motivaran tal decisión, era algo que podía generar consecuencias imprevistas. La paciente adopto un aire abatido y dolido, pero solo por un momento. Entonces lo comprendió y volvió a la normalidad. Era lo que había y punto.
Antes de empezar mis prácticas clínicas, ya me había tocado vivir unas cuantas experiencias extrañas. De forma repentina me vi asediado por violentas compulsiones (que nunca ejecute), y a raíz de eso desarrolle la convicción de que en realidad no sabía gran cosa acerca de quién era y de que me llevaba entre manos. Así que empecé a prestar mucha más atención a lo que hacía y decía. Fue, como poco, una experiencia desconcertante. Enseguida me dividí en dos partes: una que hablaba y otra, más distante, que prestaba atención y juzgaba. Y enseguida advertí que casi todo lo que decía no era verdad. Tenía motivos para actuar así: quería vencer en discusiones, obtener en estatus, impresionar a gente y conseguir lo que quería. Utilizaba el lenguaje para doblar y moldear el mundo de tal forma que se encaminara allí donde pensaba que hacía falta. Pero haciéndolo me convertía en un farsante. Una vez que me di cuenta de ello, empecé a intentar decir solo aquellas cosas a las que la voz interna no se opondría. Empecé a intentar decir la verdad o, al menos, a no mentir. Y enseguida descubrí que una habilidad así resultaba muy práctica cuando no sabía qué hacer. ¿ Qué hacer cuando no sabes qué hacer? De la verdad. Así que eso fue lo que hice mi primer día en el Hospital Douglas.
Más adelante tuve un paciente paranoico y peligroso. Trabajar con personas paranoicas es todo un desafío. Piensan que son víctimas de misteriosas fuerzas conspirativas que traman sus malvados planes en la oscuridad. Los paranoicos están siempre alerta, siempre concentrado. Prestan atención a las indicaciones no verbales de una forma extremadamente manifiesta, nada común en interacciones humanas ordinarias. Se equivocan a la hora de interpretarlas- ahí está precisamente la paranoica-, pero a pesar de eso son prácticamente insuperables en su habilidad de detectar segundas intenciones, juicios y falsedades. Tienes que escuchar con mucha atención y decir la verdad si quieres que una persona paranoica te confié sus secretos.
Escuche con mucha atención y le hable con sinceridad a mi paciente. De vez en cuando, el relataba fantasías espeluznantes consistentes en despellejar a personas para vengarse. Entonces me fijaba en mi propia reacción, prestaba atención a los pensamientos e imágenes que emergían en el teatro de mi imaginación a medida que le hablaba y le decía lo que observaba. No pretendía controlar o dirigir sus acciones y pensamientos, ni tampoco los míos. Tan solo intentaba transmitirle con la mayor transparencia de la que era capaz hasta qué punto lo que estaba haciendo afectaba de forma directa por lo menos a una persona, a mí. Mi cuidadosa atención y mis respuestas francas no significaban que permaneciera impasible, ni mucho menos que aprobase lo que me estaba diciendo. Cuando me asustaba (y eso ocurría a menudo), le decía que sus palabras y sus acciones estaban erradas, que se iba a meter en un buen lio.
A pesar de todo, me hablaba porque lo escuchaba y porque respondía con honestidad incluso si no daba la razón. Confiaba en mi a pesar de (o mejor dicho, a causa de) mis objeciones. Era paranoico, pero no estúpido. Sabía que su comportamiento era socialmente inaceptable y sabía que, sin duda, cualquier persona decente reaccionaria con horror ante sus malsanas fantasías. Confiaba en mí y se mostraba dispuesto a hablar conmigo precisamente porque yo reaccionaba de ese modo. Y sin esa confianza no existía la menor posibilidad de entenderse.
Sus problemas solían comenzar con una situación de carácter burocrático, por ejemplo en un banco. Entraba en una institución con la intención de realizar algún tipo de tramite sencillo, ya fuera abrir una cuenta, pagar una factura o solventar algún error. Por lo general, acababa encontrándose con las típicas personas nada dispuestas a ayudar que uno suele encontrarse en esa clase de lugares. La persona en cuestión no admitía el documento de identificación que le entregaba o requería determinada información que le entregaba o bien resultaba complicada de obtener. Entiendo que en algunas ocasiones el trajín burocrático resultaba ineludible, pero en otras el tema se complicaba de forma gratuita en virtud de los mediocres abusos relacionados con el poder burocrático. Mi paciente estaba obsesionado con el honor, que para él era más importante que la seguridad, la libertad o las posesiones. Siguiendo esa lógica- puesto que los paranoicos son de un lógica impecable-, no podía permitir que nadie lo menospreciara, insultara o tratara con desdén, ni siquiera lo mas mínimo. Era incapaz de pasar nada por alto. A causa de su actitud rígida e inflexible, sus acciones le habían acarreado ya unas cuantas órdenes de alejamiento. No obstante, una orden de alejamiento tan solo consigue disuadir a la clase de personas que nunca habrían recibido una, para empezar.
Su frase favorita en este tipo de situación era: <<Voy a ser tu peor pesadilla>>. He llegado a desear ardientemente ser capaz de pronunciar algo así tras haberme topado con obstáculos burocráticos innecesarios, pero la verdad es que lo mejor suele ser no decir nada. Pero es que mi paciente quería decir exactamente lo que estaba diciendo y en ocasiones acababa convirtiéndose realmente en la pesadilla de alguien. Era el malo de la película No es país para viejos.La persona con la que te cruzas en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Si te interponías en su camino, aunque fuera de forma accidental, te acostaba, te recordaba lo que le habías hecho y te aterraba. No era la persona más adecuada a la que mentir, así que yo le decía la verdad y así estaba tranquilo.