El saber se refiere siempre, directa e indirectamente, a sucesos y cosas, actuales o posibles, de la experiencia humana, mas no todo saber consiste en la mera percepción de sucesos y cosas. La experiencia, en el sentido estricto del vocablo, la mera experiencia de femémonos, por lo tanto, no es propiamente el saber ni menos lo que llamamos saber racional. La experiencia como conjunto de datos ofrecidos a la conciencia, es la materia del saber: describirla, comprenderla, dominarla, es la finalidad del saber, pero no es el saber mismo, por ejemplo, no es, por si sola, verdadero saber. El saber supone la representación de relaciones y, por consiguiente, la integración de la experiencia en unidades que exceden su contenido actual y concreto. El auténtico saber se apoya en la experiencia, pero justamente para rebasarla y alcanzar aquello que se muestra incompletamente en ella, o que no se muestra en absoluto. Por eso, todo saber es, en definitiva, simbólico y consiste en representar mediante signos los sistemas de relaciones en que hallan o puedan hallarse nuestras experiencias actuales y posibles. La más simple expresión de nuestro saber supone todo un complejo sistema de relaciones entre experiencias reales y posibles. Así, el conocimiento expresado en la proposición “Juan es marino” supone, primero, que hay un individuo con los caracteres de los entes humanos; supone también que es varón; enseguida, que pertenece a una clase particular de hombres, la de los marinos; supone, además, que responde al nombre de Juan, todo lo cual se traduce, al cabo, en la anticipación de posible experiencias concretas relativas al sujeto Juan de esa proposición y pertenecientes no solo al mundo subjetivo de quien enuncia esos asertos, sin al mundo común, intersubjetivo, de todos los seres humanos. Saber eso u otro cosa de Juan viene a significar, de esta manera, poseer una representación simbólica, un esquema sustituto de todo un mundo posible de experiencias y relaciones entre experiencias. Por eso, y sin darnos cuenta de ellos muchas veces, nuestro conocimiento de las cosas inmediatas, ese que traducimos en proposiciones descriptivas de lo visto o tocado “aquí” y “ahora”, contiene más, muchísimo más de lo efectivamente expresado. Lo expresado es siempre un corte convencional en el continuo de un saber tácito más vasto y profundo en el cual la experiencia efectiva es rebasada por todas partes.
No hay, entonces, saber alguno limitado al mero recuento de experiencias, al simple inventario de nuestras percepciones. El más sencillo enunciado de esta clase, “ vi un incendio”, por ejemplo, o “ hace frio”, implica la inserción de la experiencia en una compleja red de compleja red de relaciones con otras experiencias reales y posibles. Todo saber es, más que experiencia, pensamiento de la experiencia e implica, por lo mismo, sutiles operaciones de comparación, asociación, integración, previsión y generalización. De esta manera, el hombre, lo quiera o no lo quiera, lo sepa o no lo sepa, es un animal inteligente hasta para decir tonterías, y su inteligencia consiste en una peculiar e irrenunciable capacidad para “ ver más allá de sus narices”, es decir, para considerar las cosas en función de los nexos que las proyectan allende ellas mismas, en el tiempo y en el espacio y, en ocasiones, también fuera del tiempo y del espacio. En virtud de estos nexos las cosas se convierten de meras representaciones “ mías”, subjetivas, en auténticos “ objetos”; esto es, en cosas pertenecientes al mundo intersubjetivo de todos los seres humanos.
La historia del pensamiento, desde los primeros atisbos de una concepción mágica del mundo hasta las elaboradas concepciones de las ciencia y la filosofía es, también, la historia de los esfuerzos de la inteligencia para construir una imagen total, orgánica y completa de las cosas y sucesos de la realidad. El fruto de esta historia es el pensamiento racional en que el hombre ha hallado una insuperable herramienta para la integración de la experiencia subjetiva y la constitución del mundo intersubjetivo de la experiencia común.