Convierte Especialistas De Las Oportunidades

Tras comenzar su vida como un anodino seminarista y maestro francés, Joseph Fouché pasó la década de 1780 yendo de una ciudad a otra, enseñando matemáticas a los jóvenes alumnos de colegios religiosos. Sin embargo, nunca se comprometió por completo con la Iglesia, nunca hizo sus votos de sacerdote: tenía otros planes. Mientras esperaba con paciencia a que llegara su oportunidad, mantuvo abiertas todas sus opciones. Y cuando estalló la Revolución Francesa, en 1789, Fouché no esperó más. Se deshizo de la sotana, se dejó crecer el cabello y se convirtió en revolucionario. Porque ese era el espíritu de la época. Perder el tren en aquel momento crítico podría haber resultado desastroso. Fouché no perdió el tren: trabó amistad con el líder revolucionario Robespierre y ascendió con rapidez en las filas de los rebeldes. En 1792 la ciudad de Nantes lo eligió como representante ante la Convención Nacional (creada aquel año para esbozar a una nueva Constitución para la República Francesa).

Cuando Fouché llegó a París para ocupar su banca en la Convención, se había producido una división violenta entre los moderados y los radicales jacobinos. Fouché presintió que, a la larga, ninguno de los dos bandos saldría victorioso. El poder raras veces termina en las manos de quienes inician una revolución, ni siquiera de quienes la fomentan, es de quienes la concluyen. Este era el bando al que Fouché deseaba adherirse.

Su sentido de la oportunidad era sorprendente. Comenzó como moderado, pues los moderados eran mayoría. Sin embargo, cuando llegó el momento de decidir si ejecutar o no a Luis XVI, vio que el pueblo clamaba por la cabeza del rey, de modo que emitió su voto decisivo… a favor de la guillotina. Con eso se transformó en radical. Pero, a medida que las tensiones llegaban al punto de ebullición en París, previó el peligro de estar demasiado asociado con cualquiera de las facciones, de modo que aceptó un cargo en la provincia, donde por un tiempo podría pasar inadvertido. Unos meses más tarde lo designaron procónsul en Lyon, donde supervisó la ejecución de una docena de aristócratas. Sin embargo, en un momento dado, detuvo las ejecuciones, pues consideraba que el clima del país estaba cambiando, a pesar de que sus manos ya estaban manchadas de sangre, los ciudadanos de Lyon lo vitorearon por salvarlos de sufrir nuevas muertes.

Hasta ese momento Fouché había jugado sus cartas con brillantez, pero en 1794 su viejo amigo Robespierre lo citó en París para que rindiera cuenta de su actuación en Lyon. Robespierre había sido la fuerza motriz del Terror. Había hecho rodar cabezas tanto de la derecha como de la izquierda, y parecía que Fouché, en quien ya no confiaba, sería quien suministrara la siguiente cabeza para la guillotina. Durante las semanas que siguieron se produjo una tensa lucha: mientras Robespierre despotricaba abiertamente contra Fouché, acusándolo de ambiciones peligrosas y pidiendo que lo arrestaran, el astuto Fouché trabajaba en forma mucho más indirecta y silenciosa, y obtenía, poco a poco, apoyo entre quienes ya no toleraban el dictatorial control ejercido por Robespierre. Fouché trataba de ganar tiempo, sabía que, cuanto más tiempo sobreviviera, a más ciudadanos podría movilizar contra Robespierre. Antes de hacer un movimiento contra el poderoso líder, era imprescindible que contara con un amplio apoyo. Buscó respaldo tanto entre los moderados como entre los jacobinos, manejando con habilidad el temor a Robespierre: todo el mundo temía ser la siguiente víctima de la guillotina. Todo esto dio sus frutos el 27 de julio. La Convención se volvió contra Robespierre y acalló a gritos su prolongado discurso. Lo arrestaron de inmediato, y algunos días más tarde fue la cabeza de Robespierre, y no la de Fouché, la que cayó en la infame cesta.

Cuando Fouché regresó a la Convención, tras la muerte de Robespierre, dio un paso inesperado: después de haber dirigido la conspiración contra Robespierre, una vez más cambió de bando y se unió a los radicales jacobinos. Aquella era quizá la primera vez en su vida que se alineaba con la minoría. Sin duda, intuía que se preparaba una reacción: sabía que el sector moderado, que había ejecutado a Robespierre y estaba a punto de asumir el poder, iniciaría a su vez una nueva ola de Terror, esta vez dirigida contra los radicales. Al tomar partido por los jacobinos, Fouché se ubicó entre los mártires del futuro: el pueblo que sería considerado inocente de los problemas que aparecerían en su camino. Por supuesto, tomar partido por los que serían los perdedores constituía una jugada riesgosa, pero Fouché debió de haber calculado que, si lograba conservar la cabeza durante el tiempo suficiente, podría, en forma subrepticia, incitar al pueblo para derrocar a los moderados. Y , en efecto, a pesar de que los moderados pidieron su arresto en diciembre de 1795 y lo hubiesen enviado a la guillotina, ya había transcurrido demasiado tiempo. Las ejecuciones habían perdido popularidad, y Fouché logró sobrevivir una vez más.

Un nuevo gobierno, el Directorio, asumió el poder. No se trataba, sin embargo, de un movimiento jacobino sino de un sector moderado, más moderado que el gobierno que había reinstalado el Terror. Fouché, el radical, había conservado la cabeza pero ahora tenía que desaparecer de la escena política. Esperó con paciencia entre bambalinas durante varios años, hasta que el tiempo suavizara los amargos sentimientos contra él, y luego abordó a los miembros del Directorio y los convenció de su nueva pasión: reunir información. Se convirtió en espía del gobierno, realizó una excelente tarea y en 1799 recibió su premio al ser nombrado ministro de Policía. Ahora no solo le permitían, sino que le exigían, que extendiera su red de espionaje hasta el último rincón de Francia, una responsabilidad que reforzaría su natural habilidad para husmear y determinar de dónde soplaba el viento. Uno de los primeros cambios que detectó fue el que causó Napoleón Bonaparte, un general joven, impetuoso y temerario, cuyo destino, según intuía Fouché, estaría estrechamente ligado al futuro de Francia. Cuando Napoleón dio un golpe de Estado, el 9 de noviembre de 1799, Fouché simuló estar dormido. En efecto, durmió durante todo aquel día. Como agradecimiento por esa ayuda indirecta —era de suponer que su trabajo consistía en detectar y evitar un golpe militar— Napoleón lo mantuvo en el cargo de ministro de Policía en su nuevo régimen.

Durante los años siguientes, Napoleón fue confiando más y más en Fouché. Le otorgó un título de nobleza —duque de Otranto— y lo premió con riquezas. Sin embargo, en 1808, Fouché, siempre en sintonía con los tiempos, percibió que Napoleón estaba en decadencia. Su inútil guerra con España, un país que no constituía amenaza alguna para Francia, era señal de que Napoleón iba perdiendo el sentido de la proporción. Como no pensaba hundirse junto con el barco, Fouché se unió a Talleyrand en la conspiración para precipitar la caída de Napoleón.

Aunque fracasó —Talleyrand fue despedido, Fouché permaneció en su cargo, pero estrictamente controlado—, la conspiración fue señal de un creciente descontento con el emperador, que parecía estar perdiendo el control. En 1814, el poder de Napoleón se había desmoronado, las fuerzas aliadas lo derrotaron.

El gobierno siguiente fue la restauración de la monarquía, el rey Luis XVIII, hermano de Luis XVI, ocupó el trono. Fouché, con el olfato siempre alerta, sabía que Luis no duraría mucho en el poder, ya que no poseía el carisma de Napoleón. Una vez más, se dedicó a esperar, fuera de la escena. En efecto, en febrero de 1815 Napoleón escapó de la isla de Elba. Luis XVIII entró en pánico: sus políticas lo habían distanciado de la ciudadanía, que ahora clamaba por el regreso de Napoleón. De modo que Luis se volvió hacia el único hombre que quizá pudiera salvarlo: Fouché, el exradical que había enviado a su hermano, Luis XVI, a la guillotina pero que ahora era uno de los políticos más populares y admirados de Francia. Fouché, sin embargo, no quería aliarse con un perdedor, de modo que denegó al monarca la ayuda solicitada, alegando que era innecesaria, y juró que Napoleón jamás regresaría al poder (a pesar de que sabía muy bien que sucedería exactamente lo contrario). Poco tiempo después, por supuesto, Napoleón y su nuevo ejército popular marcharon sobre París.

Al ver que su reinado estaba a punto de desmoronarse, que Fouché lo había traicionado y que era preciso evitar que ese hombre capaz y poderoso se aliase de nuevo con Napoleón, el rey Luis XVIII ordenó que el ministro fuera arrestado y ejecutado. El 16 de marzo de 1815, las fuerzas policiales rodearon el carruaje de Fouché en un bulevar de París. ¿Sería el final? Quizá, pero no de inmediato: Fouché le dijo a la policía que era ilegal detener a un exmiembro del gobierno en la calle. Los agentes del orden aceptaron como cierto el argumento y le permitieron regresar a su casa. No obstante, ese mismo día se presentaron en su residencia a fin de arrestarlo. Fouché accedió a acompañarlos, pero ¿serían los oficiales tan gentiles como para permitir a un caballero lavarse y cambiarse de ropa antes de salir de su casa por última vez? Le concedieron el permiso, y Fouché salió de la habitación. Pasaron los minutos y Fouché no regresaba.

Al fin, los policías irrumpieron en la habitación vecina… donde vieron una escalera apoyada contra la ventana abierta, que daba al jardín.

Aquel día y el siguiente la policía rastreó todo París buscando a Fouché, pero para entonces ya se oían los cañones del ejército napoleónico a la distancia. El rey y toda su corte huyeron de la ciudad. En cuanto Napoleón entró en París, Fouché salió de su escondite. Una vez más había logrado eludir al verdugo. Napoleón recibió con gran alegría a su exministro de Policía y lo restituyó en su antiguo cargo. Durante los cien días que Napoleón permaneció en el poder, hasta la batalla final de Waterloo, fue Fouché quien, básicamente, gobernó Francia. Después de la caída de Napoleón,

Luis XVIII regresó al trono y, como un gato con siete vidas, Fouché permaneció en el poder para servir bajo otro gobierno más. Para entonces su poder y su influencia eran tan grandes que ni siquiera el rey se atrevía a desafiarlo

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