EL RESCATE DE LOS CONDENADOS

Hay también otros motivos por los que las personas eligen a amigos que no son buenos para ellas. En ocasiones, lo hacen porque quieren rescatar a alguien. Es algo más típico entre los jóvenes, aunque se trata de un impulso que subsiste entre la gente mayor que resulta demasiado amable, que nunca ha dejado de ser ingenua o que no quiere ver las cosas tal y como son. Puede que se me objete: «No hay nada malo en ver lo mejor que tiene cada persona. La virtud más elevada es el deseo de ayudar». Pero no todo el mundo que fracasa es una víctima y no todo el mundo que está en el fondo quiere subir, aunque muchos sí quieren y muchos, de hecho, lo consiguen. Sin embargo, la gente suele aceptar o incluso magnificar su propio sufrimiento, así como el de los demás, si lo pueden presentar como una demostración de la injusticia que impera en el mundo. Nunca les faltan los opresores a las personas más sometidas, incluso cuando muchos de ellos, por su modesta posición, no son más que aspirantes a tirano. Es el camino más fácil de elegir, una y otra vez, si bien a largo término es un infierno.

Vamos a imaginarnos a una persona a quien no le está yendo bien. Necesita ayuda y puede que incluso la desee. Pero no es fácil distinguir a alguien que de verdad quiere y necesita ayuda de alguien que simplemente está aprovechándose de la buena voluntad de otra persona. Es difícil distinguirlo incluso para la propia persona que quiere, necesita la ayuda y quizá está aprovechándose. Alguien que lo intenta, fracasa, es perdonado después y vuelve a intentarlo, fracasa, y es perdonado una y otra vez suele ser la primera persona interesada en que todo el mundo crea que esos intentos fueron sinceros.

Cuando no se trata solo de ingenuidad, el intento de rescatar a alguien está a menudo motivado por la vanidad y el narcisismo. Algo así se expone en un clásico lleno de amargura, Memorias del subsuelo, del magnífico escritor ruso Fiódor Dostoievski, que empieza con estas famosas frases: «Soy un enfermo… Soy un hombre rabioso. No soy nada atractivo. Creo que estoy enfermo del hígado». Es la confesión de alguien abatido y arrogante, que transita por el inframundo del caos y la desesperación. Se disecciona a sí mismo sin la menor compasión, pero tan solo le sirve para expiar un centenar de pecados de los miles que ha cometido. Entonces, creyéndose redimido, el hombre del subsuelo comete la peor de las transgresiones posibles: ofrece su ayuda a una persona verdaderamente desafortunada, Liza, una mujer abocada a la prostitución en una situación desesperada típicamente decimonónica. La invita a su casa prometiéndole que su vida volverá al camino recto y, mientras espera a que aparezca, va alimentando fantasías de un carácter cada vez más mesiánico:

Sin embargo, transcurrió un día, y otros dos más; como no venía, comencé a tranquilizarme. Después de las nueve de la noche ya empezaba a sentirme especialmente animado, e incluso, a soñar con cosas bastante agradables: que yo, por ejemplo, salvaba a Liza solo con venir ella a verme y a escucharme […] que yo la instruía y la formaba. Finalmente, me percataba de que ella me amaba, sí, me amaba apasionadamente. Yo me hacía el despistado (no obstante, no sé por qué fingía; claro, que lo hacía por decoro). Finalmente, Liza, completamente turbada, maravillosa, temblando y sollozando, se echaba a mis pies diciéndome que era su salvador y que me amaba más que nada en el mundo.

Lo único que semejantes fantasías nutren es el narcisismo del protagonista hasta el punto que acaban aniquilando a Liza. La salvación que le ofrece exige mucho más compromiso, mucha más madurez de lo que él está dispuesto o puede asumir, y no tiene el carácter que se requeriría. Él se da cuenta en el acto, pero rápidamente lo racionaliza. Liza acaba llegando a su cochambroso apartamento desesperada por encontrar una salida a su miseria, jugándose todo lo que tiene en la visita. Le cuenta al hombre del subsuelo que quiere dejar su vida actual. ¿Y él qué le responde?

¿Dime, por favor, para qué has venido a verme? —le dije sofocándome y sin coordinar ya el orden lógico de las palabras. Deseaba soltarlo todo de una vez; es decir, de un tirón; ni siquiera me preocupaba por dónde debía empezar.

—¿Para qué has venido? ¡Responde! ¡Responde! —gritaba yo, fuera de mí—. Te lo diré yo mismo. Has venido, porque el otro día dije palabras conmovedoras. Y ahora que te has enternecido, quieres volver a escucharlas. Pues has de saber que aquel día me reí de ti. Como lo estoy haciendo ahora. ¿Por qué tiemblas? ¡Sí, me reí de ti! Un rato antes, durante la celebración de una comida, me habían ofendido aquellos individuos que llegaron antes que yo a la casa donde tú estabas. Fui allí con la intención de darle una paliza a uno de ellos, un oficial del ejército; pero no lo logré, no les pillé dentro; tenía la necesidad de vengar mi ofensa con alguien, de cobrarme lo mío, y como fuiste tú quien se puso a mano, descargué mi rabia riéndome de ti. Puesto que a mí me humillaron, yo también quería humillar a alguien; puesto que me trataron como un trapo, también quise sentirme poderoso frente a alguien […] Eso es lo que ha sucedido. ¿Y tú, te pensaste que había ido allí a propósito para salvarte? ¿Sí? ¿Lo pensaste? ¿Di, lo pensaste?

Intuía que Liza pudiera estar algo confundida como para comprender todos los detalles; pero también sabía que entendería perfectamente la esencia de la cuestión. Así sucedió. Palideció toda poniéndose tan blanca como un pañuelo. En el gesto de querer decir algo, sus labios se torcieron enfermizamente y como si fuera abatida por un hacha, se deslomó sobre la silla. Durante el resto del tiempo permaneció escuchándome con la boca abierta, los ojos estupefactos y temblando de horror. La había apabullado el cinismo; el cinismo de mis palabras…

La petulante prepotencia, la indiferencia y la abierta crueldad del protagonista fulminan las últimas esperanzas que le quedaban a Liza y él se da cuenta. Peor todavía: algo en su interior lo había estado deseando todo el tiempo y también lo sabe. Pero un villano que desiste de su villanía no se convierte en un héroe. Para eso hay que hacer algo positivo, no simplemente no hacer algo que está mal.

Ahora podrías objetar que el propio Cristo se hizo amigo de recaudadores de impuestos y de prostitutas. ¿Cómo puedo permitirme calumniar los motivos que puedan tener aquellas personas que quieren ayudar? Lo que pasa es que Cristo era el arquetipo del hombre perfecto y tú eres tú. ¿Cómo sabes que tus esfuerzos por hacer que alguien salga del pozo no acabarán hundiendo más a esa persona… o a ti? Imagínate el caso de alguien que tiene que supervisar a un equipo excepcional de trabajadores, todos ellos decididos a alcanzar un objetivo marcado colectivamente. Imagínatelos: diligentes, brillantes, creativos y unidos. Pero este supervisor también tiene bajo su responsabilidad a alguien que está dando malos resultados en otro puesto. En un arranque de inspiración y con sus mejores intenciones, el directivo traslada a la persona problemática a su equipo estelar, esperando que el ejemplo le sirva para mejorar. ¿Y qué ocurre? La psicología es unánime al respecto ¿Acaso el intruso errante se endereza y empieza a hacer las cosas bien? No. Al contrario, el equipo entero degenera. El recién llegado mantiene su cinismo, su arrogancia y su neurosis. Se queja, se escaquea, falta a reuniones importantes y su trabajo de poca calidad provoca retrasos, ya que otra persona tiene que volver a hacerlo. No obstante, se le sigue pagando lo mismo que a sus compañeros. Los trabajadores entregados que están a su alrededor empiezan a sentirse traicionados. «¿Por qué me estoy dejando la piel para acabar este proyecto —piensa cada uno— cuando mi nuevo compañero no da un palo al agua?». Lo mismo ocurre cuando los terapeutas bienintencionados colocan a un delincuente menor de edad entre otros adolescentes comparativamente civilizados. Lo que se expande no es la estabilidad, sino la delincuencia Es mucho más fácil ir hacia abajo que hacia arriba.

Quizá estés salvando a alguien porque eres una persona fuerte, generosa y equilibrada que quiere realizar una buena acción. Pero también es posible —y quizá, más probable— que lo único que quieras sea llamar la atención por tus inagotables reservas de compasión y benevolencia. O quizá estés salvando a alguien porque quieres convencerte a ti mismo de que tu fuerza de carácter es algo más que una carambola de la fortuna, por haber nacido donde has nacido. O quizá es porque es más fácil parecer virtuoso cuando estás al lado de alguien absolutamente irresponsable.

Empieza asumiendo que estás haciendo lo más fácil y no lo más complicado.

Tu alcoholismo descontrolado hace que mis excesos puntuales con la bebida parezcan triviales. Mis largas y solemnes charlas contigo sobre el rotundo fracaso de tu matrimonio nos convencen a los dos de que tú estás haciendo todo lo posible y de que yo te estoy ayudando al máximo. Parece un esfuerzo, parece que hay cierto progreso. Pero para mejorar de verdad haría falta mucho más, tanto por tu parte como por parte de tu pareja. ¿De verdad estás seguro de que la persona que suplica que la salven no ha decidido ya mil veces aceptar la parte que le toca de un sufrimiento absurdo y cada vez más grave tan solo porque algo así es más fácil que asumir cualquier responsabilidad? ¿No estás participando de un engaño? ¿No es posible que tu desprecio sea en realidad más saludable que tu compasión?

O quizá no tienes ningún plan, genuino o no, para rescatar a nadie. Te juntas con personas que son malas para ti no porque sea mejor para nadie, sino porque es más fácil. Y lo sabes, al igual que tus amigos. Estáis unidos por un contrato implícito, uno que tiene como objetivo el nihilismo, el fracaso y el sufrimiento más estúpido posible. Todos habéis decidido sacrificar el futuro por el presente. No habláis de esto, no os reunís y decís: «Vamos a ir por el camino más fácil, vamos a disfrutar con cualquier cosa que surja y, además, estamos de acuerdo en que no nos lo vamos a recriminar para que así sea más fácil olvidar lo que estamos haciendo». No se dice nada al respecto, pero todos sabéis que eso es justamente lo que está pasando.

Antes de ayudar a nadie, tendrías que descubrir por qué esa persona tiene problemas. No tendrías que asumir directamente que se trata de una auténtica víctima de la injusticia y la explotación. Una situación así constituye la explicación más improbable, no la más verosímil. En mi experiencia —clínica y de otros tipos— nunca me ha parecido tan simple. Además, si te tragas la historia de que ha ocurrido algo horrible sin que la víctima haya tenido la menor responsabilidad al respecto, le estás negando a esa persona todo papel activo en su pasado (y, por implicación, también en su presente y su futuro). Lo que estás haciendo así es arrebatarle todo su poder.

Es mucho más probable que un individuo en concreto simplemente haya decidido no coger el camino de subida porque le resulta difícil. Tal vez esta tuviera que ser tu hipótesis por defecto cuando te encuentras con una situación de este tipo. Igual te parece demasiado duro e igual tienes razón, es ir demasiado lejos. Pero piensa un poco en esto: es fácil comprender el fracaso, no hace falta ninguna explicación. Tampoco requieren ninguna explicación el miedo, el odio, la adicción, la promiscuidad, la traición y el engaño. No hace falta explicación para que el vicio exista, para que alguien se entregue a él. Es más fácil no pensar nada, no hacer nada y no preocuparse. Es más fácil dejar para mañana lo que puede hacerse hoy y asfixiar los meses y años venideros en los placeres ordinarios de este momento. Como dice el inefable padre de la familia Simpson justo antes de tomarse un tarro de mayonesa mezclado con vodka: «Eso es problema del Homer del futuro. ¡No me gustaría estar en su pellejo!»

¿Cómo puedo saber que tu sufrimiento no me exige que sacrifique todos mis recursos únicamente para que tú puedas postergar, solo por un momento, lo que acabará por llegar? A lo mejor es que ya no te importa lo más mínimo tu colapso inminente, que está ahí aunque tú todavía no quieres admitirlo. A lo mejor mi ayuda no cambiará nada, ni puede hacerlo. A lo mejor tan solo servirá para que mantengas a raya un tiempo más una verdad demasiado personal y demasiado demoledora. A lo mejor tu desgracia es una exigencia que me impones para que yo también fracase, para que la diferencia entre los dos que tanto te duele se reduzca, al mismo tiempo que sigues hundiéndote. ¿Y cómo sé que te negarías a entrar en un juego semejante? ¿Cómo puedo saber precisamente que yo no estoy haciendo otra cosa que fingir ser una persona responsable, «ayudándote» de forma inútil solo para no tener que hacer algo verdaderamente difícil pero que está a mi alcance?

Quizá tu desgracia es el arma que esgrimes en tu odio hacia las personas que fueron mejorando y progresando mientras tú esperabas y naufragabas. Quizá tu desgracia es tu intento por poner en evidencia la injusticia del mundo, y evitar poner en evidencia tus propias faltas, tus propias incapacidades, tu negativa consciente a luchar y vivir. Quizá tu disposición para sufrir en el fracaso es inagotable, teniendo en cuenta lo que intentas demostrar con ese sufrimiento. Quizá es tu venganza contra el Ser. ¿Y yo, cómo podría hacerme amigo de ti cuando te encuentras en semejante lugar? ¿Cómo?

El éxito, ese es el misterio. La virtud, eso es lo que no se puede explicar. Para fracasar tan solo tienes que desarrollar unas cuantas malas costumbres. Tan solo tienes que sentarte a esperar. Una vez que alguien ha pasado el tiempo suficiente desarrollando malas costumbres y esperando, ya ha perdido mucho. Mucho de lo que podría haber sido se ha esfumado y mucho de la persona en la que se ha convertido ya es real. Las cosas se derrumban por su propia inercia, pero los pecados de las personas aceleran su degeneración. Y entonces llega el diluvio.

No estoy diciendo que no exista esperanza para redimirse, pero es mucho más difícil sacar a alguien de un abismo que levantarlo de una zanja. Algunos abismos son muy profundos y, cuando se ha llegado hasta el fondo, del cuerpo ya no queda gran cosa.

Quizá por lo menos debería esperar hasta tener claro que quieres que se te ayude. Carl Rogers, el famoso psicólogo humanista, pensaba que era imposible empezar una relación terapéutica si la persona en busca de ayuda no quería mejorar Rogers pensaba que era imposible convencer a alguien de que cambiara a mejor. El deseo de mejorar era, por el contrario, una precondición para el progreso. He tenido clientes que debían someterse a psicoterapia como resultado de sentencias judiciales. No querían mi ayuda y se veían obligados a solicitarla, así que no funcionaba. Era una farsa.

Si mantengo una relación malsana contigo, quizá es porque tengo muy poca voluntad y demasiada indecisión para irme, pero no quiero saberlo. Así que sigo ayudándote y me consuelo con mi absurdo martirio. Quizá entonces pueda decir sobre mí: «Una persona que se sacrifica tanto, que tiene tantas ganas de ayudar a alguien, tiene que ser una buena persona». Pero no es así. Puede que yo tan solo sea una persona que intenta quedar bien fingiendo solucionar lo que parece ser un problema complicado, en lugar de ser verdaderamente buena y enfrentarme a algo real.

Quizá en vez de persistir en nuestra amistad, tendría que irme a otra parte, poner mi vida en orden y dar buen ejemplo. Y nada de esto es una justificación para abandonar a aquellos realmente necesitados solo para ir detrás de tu mezquina y ciega ambición, por si hacía falta decirlo.

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