¡Atrévete a saber!

¿Qué es la Ilustración? En un ensayo de 1784 con esa pregunta como título, Immanuel Kant respondía que consiste en «la salida de la humanidad de su autoculpable inmadurez», su «perezosa y cobarde» sumisión a los «dogmas y fórmulas» de las autoridades religiosas o políticas. El lema de la Ilustración, proclamaba Kant, es: «¡Atrévete a saber!», y su demanda fundamental es la libertad de pensamiento y de expresión. «Una época no puede establecer un pacto que evite que las épocas subsiguientes amplíen sus ideas, acrecienten sus conocimientos y purguen sus errores. Eso supondría un crimen contra la naturaleza humana, cuyo auténtico destino reside precisamente en semejante progreso.»

Una formulación de la misma idea en el lenguaje del siglo xxi puede hallarse en la defensa de la Ilustración que lleva a cabo David Deutsch en El comienzo del infinito. Deutsch arguye que, si nos atrevemos a saber, es posible el progreso en todos los campos: científico, político y moral.

El optimismo (en el sentido que yo he defendido) es la teoría de que todos los fracasos —todos los males—, se deben a un conocimiento insuficiente […]. Los problemas son inevitables, porque nuestro conocimiento siempre estará infinitamente alejado de la completitud. Ciertos problemas son arduos, pero es un error confundir los problemas arduos con problemas de improbable resolución. Los problemas son solubles y cada mal particular es un problema que puede ser resuelto. Una civilización optimista está abierta a la innovación y no la teme, y se basa en las tradiciones de la crítica. Sus instituciones siguen mejorando, y el conocimiento más importante que encarnan es el conocimiento de cómo detectar y eliminar los errores.

¿Qué es la Ilustración? No existe una respuesta oficial, porque la era designada por el ensayo de Kant nunca fue demarcada mediante ceremonias inaugurales ni de clausura como las Olimpíadas, ni se estipularon sus principios en un juramento ni en un credo. La Ilustración suele ubicarse convencionalmente en los dos últimos tercios del siglo xviii, aunque dimanó de la revolución científica y la Era de la Razón del siglo xvii y se desarrolló hasta llegar al apogeo del liberalismo clásico de la primera mitad del siglo xix. Provocados por los desafíos a la sabiduría convencional de la ciencia y la exploración, conscientes del derramamiento de sangre de las recientes guerras de religión e instigados por la fácil circulación de ideas y de personas, los pensadores de la Ilustración buscaban una nueva comprensión de la condición humana. La era fue una cornucopia de ideas, algunas de ellas contradictorias, pero conectadas por cuatro temas: la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso.

El más importante de ellos es la razón. La razón es innegociable. Tan pronto como se implique en la discusión de para qué deberíamos vivir (o cualquier otra cuestión), tan pronto como insista en que sus respuestas, cualesquiera que sean, son razonables, están justificadas o son verdaderas y, por consiguiente, otras personas también deberían creerlas, se ha comprometido ya con la razón y con el intento de que sus ideas respondan a estándares objetivos. Si algo tenían en común los pensadores ilustrados era su insistencia en que apliquemos enérgicamente el estándar de la razón a la comprensión de nuestro mundo y no recurramos a generadores de engaño como la fe, el dogma, la revelación, la autoridad, el carisma, el misticismo, la adivinación, las visiones, las corazonadas o el análisis hermenéutico de los textos sagrados.

Era la razón la que llevaba a la mayoría de los pensadores ilustrados a repudiar la creencia en un Dios antropomórfico que se interesaba por los asuntos humanos. La aplicación de la razón revelaba que los relatos de milagros eran dudosos, que los autores de los libros sagrados eran sumamente humanos, que los acontecimientos naturales se desarrollaban sin tener en cuenta el bienestar humano y que las diferentes culturas creían en deidades mutuamente incompatibles, ninguna de las cuales tenía menos probabilidades que las demás de ser fruto de la imaginación. (Como escribió Montesquieu: «Si los triángulos tuvieran un dios, le darían tres lados».) A pesar de todo, no todos los pensadores ilustrados eran ateos. Algunos eran deístas (en lugar de teístas): pensaban que Dios puso en marcha el universo y luego se retiró, permitiéndole desplegarse conforme a las leyes de la naturaleza. Otros eran panteístas que usaban el término «Dios» como sinónimo de las leyes de la naturaleza. Pero eran pocos los que apelaban al Dios de las Sagradas Escrituras: el Dios legislador que obraba milagros y que había engendrado a su hijo.

Muchos autores actuales confunden la defensa ilustrada de la razón con la tesis inverosímil de que los humanos son agentes perfectamente racionales. Nada podría estar más alejado de la realidad histórica. Pensadores como Kant, Baruch Spinoza, Thomas Hobbes, David Hume o Adam Smith eran psicólogos inquisitivos y plenamente conscientes de nuestras pasiones y debilidades irracionales. Insistían en que solo desafiando las fuentes comunes de la insensatez podíamos confiar en derrotarlas. La aplicación deliberada de la razón era necesaria precisamente porque nuestros hábitos de pensamiento comunes no son sobre todo razonables.

Esto conduce al segundo ideal, la ciencia, el refinamiento de la razón con el fin de comprender el mundo. La revolución científica fue revolucionaria de una forma que hoy resulta difícil de apreciar, ahora que sus descubrimientos están profundamente arraigados en la mayoría de nosotros. El historiador David Wootton nos recuerda los conocimientos de un inglés cultivado en vísperas de la revolución en 1600:

Cree que las brujas pueden convocar a las tormentas para que hundan los barcos en el mar […]. Cree en los hombres lobo, aunque no haya ninguno en Inglaterra; sabe que se encuentran en Bélgica […]. Cree que Circe convirtió de veras en cerdos a Ulises y a su tripulación. Cree que los ratones surgen por generación espontánea en los montones de paja. Cree en los magos contemporáneos […]. Ha visto un cuerno de unicornio, pero no un unicornio.

Cree que un cuerpo asesinado sangrará en presencia del asesino. Cree que existe un ungüento que, si se frota en una daga que ha causado una herida, curará la herida. Cree que la forma, el color y la textura de una planta pueden ser claves para conocer su efectividad como medicina, porque Dios diseñó la naturaleza para que fuese interpretada por los humanos. Cree que es posible convertir el metal común en oro, aunque duda de que alguien sepa cómo hacerlo. Cree que la naturaleza aborrece el vacío. Cree que el arcoíris es un signo de Dios y que los cometas presagian el mal. Cree que los sueños predicen el futuro si sabemos interpretarlos. Cree, por supuesto, que la Tierra está quieta y el Sol y las estrellas giran a su alrededor una vez cada veinticuatro horas.

Un siglo y un tercio después, un descendiente culto de este inglés no creería ninguna de estas cosas. Era una vía de escape no solo de la ignorancia, sino del terror. El sociólogo Robert Scott observa que en la Edad Media «la creencia en que una fuerza exterior controlaba la vida cotidiana contribuía a una suerte de paranoia colectiva»:

Tormentas, truenos, relámpagos, ráfagas de viento, eclipses solares o lunares, olas de frío, períodos de sequía y terremotos se consideraban signos y señales del descontento de Dios. En consecuencia, los «duendes del miedo» moraban en todos los reinos de la vida. El mar se convirtió en un reino satánico y los bosques estaban poblados por bestias de rapiña, ogros, brujas, demonios y ladrones y asesinos sumamente reales […]. De noche el mundo también estaba repleto de augurios que presagiaban peligros de toda índole: cometas, meteoros, estrellas fugaces, eclipses lunares y aullidos de animales salvajes.

Para los pensadores ilustrados, la huida de la ignorancia y la superstición mostraban cuán equivocada podía estar nuestra sabiduría convencional, y hasta qué punto los métodos de la ciencia (el escepticismo, el falibilismo, el debate abierto y la comprobación empírica) constituyen un paradigma de cómo lograr el conocimiento fiable.

Ese conocimiento incluye una cierta comprensión de nosotros mismos. La necesidad de una «ciencia del hombre» era un tema que unía a pensadores ilustrados que discrepaban acerca de otros muchos asuntos, incluidos Montesquieu, Hume, Smith, Kant, Nicolas de Condorcet, Denis Diderot, Jean-Baptiste d’Alembert, Jean-Jacques Rousseau y Giambattista Vico. La creencia de que existía algo parecido a una naturaleza humana universal, que podía estudiarse científicamente, los convirtió en precoces cultivadores de las ciencias que se bautizarían solo unos siglos después. Eran neurocientíficos cognitivos que intentaban explicar el pensamiento, la emoción y la psicopatología en términos de los mecanismos físicos del cerebro. Eran psicólogos evolucionistas que trataban de caracterizar la vida en un estado de naturaleza y de identificar los instintos animales que se hallan «infundidos en nuestro seno». Eran psicólogos sociales que escribían sobre los sentimientos morales que nos unen, las pasiones egoístas que nos dividen y las debilidades de la cortedad de miras que confunden nuestros planes mejor trazados. Y eran antropólogos culturales que explotaban los informes de viajeros y exploradores para recopilar datos tanto sobre los universales humanos como sobre la diversidad de usos y costumbres a través de las culturas del mundo.

La idea de una naturaleza humana universal nos lleva a un tercer tema: el humanismo. Los pensadores de la Era de la Razón y la Ilustración veían una necesidad apremiante de dotar a la moral de una fundamentación secular, pues estaban atormentados por la memoria histórica de siglos de matanzas religiosas: las Cruzadas, la Inquisición, las cazas de brujas o las guerras de religión europeas. Pusieron los cimientos de lo que hoy llamamos humanismo, que privilegia el bienestar de hombres, mujeres y niños individuales por encima de la gloria de la tribu, la raza, la nación o la religión. Son los individuos, no los grupos, los que son «sintientes»: los que sienten placer y dolor, satisfacción y angustia. Ya se formulase como el objetivo de proporcionar la máxima felicidad para el mayor número de personas, ya como un imperativo categórico de tratar a las personas como fines en lugar de como medios, era la capacidad universal de una persona de sufrir y de prosperar —decían— la que apelaba a nuestra preocupación moral.

Afortunadamente, la naturaleza humana nos prepara para responder a esa llamada. Ello se debe a que estamos dotados del sentimiento de compasión (sympathy), que también llamaban benevolencia, piedad y conmiseración. Dado que estamos equipados con la capacidad de compadecernos de otros y empatizar con ellos, nada puede impedir que el círculo de la compasión se expanda desde la familia y la tribu para abrazar a toda la especie humana, especialmente a medida que la razón nos incita a percatarnos de que no hay nada exclusivamente meritorio en nosotros mismos ni en los grupos a los que pertenecemos. Desembocamos así forzosamente en el cosmopolitismo, esto es, la aceptación de nuestra ciudadanía en el mundo.

La sensibilidad humanista impelió a los pensadores ilustrados a condenar no solo la violencia religiosa, sino también las crueldades seculares de su época, incluidas la esclavitud, el despotismo, la ejecuciones por delitos poco serios como el robo en tiendas o la caza furtiva, y los castigos sádicos tales como la flagelación, la amputación, el empalamiento, el destripamiento, el despedazamiento en la rueda y la quema en la hoguera. La Ilustración se designa a veces como la «revolución humanitaria», toda vez que condujo a la abolición de las prácticas bárbaras que habían sido moneda de uso corriente en las distintas civilizaciones durante milenios.

Si la abolición de la esclavitud y el castigo cruel no es progreso, entonces nada lo es, lo cual nos lleva al cuarto ideal ilustrado. Con nuestra comprensión del mundo promovida por la ciencia y nuestro círculo de compasión expandido mediante la razón y el cosmopolitismo, la humanidad puede progresar en términos intelectuales y morales. No necesita resignarse a las miserias e irracionalidades del presente, ni tratar de retrasar el reloj hasta una edad dorada perdida.

La creencia ilustrada en el progreso no debería confundirse con la creencia romántica decimonónica en las fuerzas místicas, las leyes, la dialéctica, las luchas, los despliegues, los destinos, las eras del hombre y las fuerzas evolutivas que propulsan incesantemente a la humanidad hacia la utopía. Como sugiere el comentario de Kant sobre «acrecentar el conocimiento y purgar los errores», se trataba de algo más prosaico, una combinación de razón y humanismo. Si hacemos un seguimiento de nuestras leyes y costumbres, pensamos en formas de mejorarlas, las probamos y mantenemos aquellas que mejoran las condiciones de la gente, podemos convertir progresivamente el mundo en un lugar mejor. La propia ciencia avanza lentamente a través de este ciclo de teoría y experimentación, y su avance incesante, superpuesto a los reveses y retrocesos puntuales, demuestra que es posible el progreso .

El ideal del progreso tampoco debería confundirse con el movimiento del siglo xx para rediseñar la sociedad al antojo de los tecnócratas y los planificadores, que el politólogo James Scott denomina «alto modernismo autoritario». El movimiento negaba la existencia de la naturaleza humana, con sus desordenadas necesidades de belleza, naturaleza, tradición e intimidad social. Partiendo de un «mantel limpio», los modernistas diseñaban proyectos de renovación urbana que reemplazaban barrios dinámicos por autopistas, rascacielos, plazas azotadas por el viento y arquitectura brutalista. «La humanidad renacerá —teorizaban— y vivirá en una relación ordenada con el todo.» Aunque estos desarrollos estuviesen ligados en ocasiones a la palabra progreso, el uso era irónico: el «progreso» no guiado por el humanismo no es progreso.

En lugar de intentar modelar la naturaleza humana, la esperanza ilustrada en el progreso se concentraba en las instituciones humanas. Los sistemas creados por los humanos como los gobiernos, las leyes, los mercados y los organismos internacionales son un blanco natural para la aplicación de la razón a la mejora del hombre.

De acuerdo con esta manera de pensar, el gobierno no es un mandato divino para reinar, un sinónimo de «sociedad» ni una encarnación del alma nacional, religiosa o racial. Es una invención humana, tácitamente convenida mediante un contrato social, destinada a fomentar el bienestar de los ciudadanos coordinando sus comportamientos y disuadiendo de los actos egoístas que pueden resultar tentadores para todos los individuos, pero que dejan a todos en peores condiciones. Como se afirma en el documento más célebre de la Ilustración, la Declaración de Independencia de Estados Unidos, con el fin de garantizar el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, se instituyen entre la gente los gobiernos, cuyos justos poderes dimanan del consentimiento de los gobernados.

Entre los poderes del gobierno figura el de imponer castigos, y escritores como Montesquieu, Cesare Beccaria y los padres fundadores estadounidenses reconsideraron la licencia del gobierno para infligir daños a sus ciudadanos. El castigo a los criminales, sostenían, no es un mandato para implementar la justicia cósmica, sino parte de una estructura de incentivos que disuade de cometer actos antisociales sin causar más sufrimiento del que impide. La razón por la que el castigo debería ser adecuado al delito, por ejemplo, no estriba en equilibrar ninguna escala mística de justicia, sino en garantizar que el malhechor se detenga en un delito menor en lugar de pasar a otro más dañino. Los castigos crueles, con independencia de que sean o no «merecidos» en algún sentido, no resultan más efectivos para impedir el daño que los castigos moderados pero más certeros, e insensibilizan a los espectadores y embrutecen a la sociedad que los implementa.

En la Ilustración encontramos asimismo el primer análisis racional de la prosperidad. Su punto de partida no era cómo se distribuye la riqueza, sino la cuestión previa de cómo llega a existir esta. Smith, influido por autores franceses, holandeses y escoceses, observaba que la abundancia de cosas útiles no puede surgir de las manos de un campesino o artesano que trabaje en solitario. Depende de una red de especialistas, cada uno de los cuales aprende a hacer algo del modo más eficiente posible, y de que combinen e intercambien los frutos de su ingenio, su destreza y su trabajo. En un célebre ejemplo, Smith calculaba que un fabricante de alfileres que trabajase en solitario podría hacer a lo sumo un alfiler al día, mientras que en un taller en el que «un hombre estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto le saca punta y un quinto lo afila en el extremo superior para ponerle la cabeza», cada trabajador podría fabricar casi cinco mil.

La especialización solo funciona en un mercado que permita a los especialistas intercambiar sus bienes y servicios, y Smith explicaba que la actividad económica era una forma de cooperación mutuamente beneficiosa (un juego de suma positiva, en la jerga actual): cada uno recibe algo que es más valioso para él que lo que entrega. Mediante el intercambio voluntario, las personas benefician a otras beneficiándose a sí mismas; como él decía: «No esperamos conseguir nuestra cena por la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero, sino porque ellos velan por sus propios intereses. No apelamos a su humanidad, sino a su amor propio». Smith no estaba diciendo que las personas sean despiadadamente egoístas ni que debieran serlo; él fue uno de los analistas de la compasión humana más sagaces de la historia. Tan solo decía que, en el mercado, cualquier tendencia de las personas a preocuparse de sus familias y de sí mismas puede funcionar para el bien de todos.

El intercambio puede conseguir que la sociedad entera no solo sea más rica, sino también más amable, toda vez que en un mercado efectivo es más barato comprar las cosas que robarlas y las otras personas son más valiosas para ti vivas que muertas. (Como dirá siglos después el economista Ludwig von Mises: «Si el sastre declara la guerra al panadero, en lo sucesivo tendrá que hornear su propio pan».) Muchos pensadores ilustrados, incluidos Montesquieu, Kant, Voltaire, Diderot y el abate de Saint-Pierre, respaldaron el ideal del doux commerce o dulce comercio.19 Los padres fundadores de Estados Unidos (George Washington, James Madison y especialmente Alexander Hamilton) diseñaron las instituciones de la joven nación para alimentar dicho ideal.

Esto nos lleva a otro ideal ilustrado: la paz. La guerra era tan común en la historia que era natural verla como una dimensión permanente de la condición humana, así como pensar que la paz solo podría llegar en una época mesiánica. Pero ahora la guerra ya no se consideraba un castigo divino que había que soportar y deplorar, ni una gloriosa competición que había que ganar y celebrar, sino un problema práctico que era preciso mitigar y solucionar algún día. En Sobre la paz perpetua, Kant presentaba medidas que disuadirían a los líderes de arrastrar a sus países a la guerra.20 Junto con el comercio internacional, recomendaba las repúblicas representativas (lo que nosotros llamaríamos democracias), la transparencia mutua, las normas en contra de la conquista y la injerencia interna, la libertad de viajar e inmigrar y una federación de Estados que juzgaría las disputas entre ellos.

Pese a toda la clarividencia de los padres fundadores, los legisladores y los philosophes, este no es un libro de «ilustrolatría». Los pensadores ilustrados eran hombres y mujeres de su época, el siglo xviii. Algunos eran racistas, sexistas, antisemitas, dueños de esclavos o duelistas. Algunos de los asuntos que les preocupaban nos resultan prácticamente incomprensibles, y planteaban infinidad de ideas absurdas junto con otras brillantes. Más concretamente, nacieron demasiado pronto para apreciar algunas de las piedras angulares de nuestra comprensión actual de la realidad.

Ellos habrían sido los primeros en reconocerlo. Si uno ensalza la razón, entonces lo que importa es la integridad de los pensamientos, no las personalidades de los pensadores. Y si uno se compromete con el pro greso, no puede presumir de haberlo explicado todo. No supone ningún menoscabo de los pensadores ilustrados identificar ciertas ideas cruciales acerca de la condición humana y la naturaleza del progreso que nosotros conocemos y ellos ignoraban. Sugiero que estas ideas son la entropía, la evolución y la información.

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