Corría 1926 cuando un hombre alto, muy atildado, fue a visitar a Al Capone, el gangster más temido de su tiempo. El hombre, que hablaba con un elegante acento europeo, se presentó como el conde Victor Lustig. Prometió que, si Al Capone le daba 50 000 dólares, él haría que esa cifra se duplicara. Capone poseía fondos más que suficientes para realizar una «inversión» semejante, pero no era su costumbre confiar grandes sumas a perfectos extraños. Miró con atención al conde, aquel hombre tenía algo, era diferente —su estilo, su alcurnia, sus modales—, de modo que decidió seguirle el juego. Contó los billetes personalmente y se los tendió a Lustig. «Bien, mi querido conde —le dijo—. Duplíqueme esa suma en sesenta días, tal como me prometió». Lustig se fue con el dinero, lo colocó en una caja de seguridad en Chicago y luego se dirigió a Nueva York, donde tenía en marcha otros proyectos generadores de fondos.
Los 50 000 dólares permanecieron en el Banco, intactos, Lustig no hizo ningún esfuerzo por duplicarlos. Dos meses después regresó a Chicago, retiró el dinero y volvió a visitar a Capone. Echó una mirada a los guardaespaldas del gangster, que lo observaban con expresión imperturbable, sonrió con timidez y dijo a Capone: «Le pido que acepte mis más humildes disculpas. Lo siento muchísimo, señor Capone, pero el plan fracasó… Es decir, fracasé yo».
Capone se puso de pie con lentitud. Miró, furioso, a Lustig, mientras decidía en qué parte del río arrojarlo. Entonces el conde llevó una mano al bolsillo de su sobretodo, sacó los 50 000 dólares y los puso sobre la mesa. «Aquí, está su dinero, señor. No falta ni un centavo. De nuevo le pido mil disculpas. Esto es realmente muy humillante para mí, pero las cosas no salieron como había pensado. Me habría encantado duplicar esta suma para usted y para mí… Dios es testigo de que buena falta me hace… pero el plan se malogró».
Capone volvió a tomar asiento, confundido. «Sé que usted es un estafador, señor conde —repuso Capone—. Lo supe en el preciso instante en que entró por esa puerta. Esperaba recibir los cien mil dólares… o nada. Pero esto… Que me devuelva mi dinero… Bueno…». «De nuevo le pido disculpas, señor Capone», dijo Lustig mientras recogía su sombrero y se dirigía hacia la puerta. «¡Santo Dios! ¡Usted es honesto! —gritó Capone, sorprendido—. Si está en problemas, aquí tiene cinco mil para sacarlo de apuros». Contó cinco billetes de mil dólares de los cincuenta mil, y se los tendió. El conde, en apariencia anonadado, hizo una cortés reverencia, murmuró su agradecimiento y se marchó, llevándose el dinero.
Los 5000 dólares eran lo que Lustig había planeado obtener desde un principio.