A partir de 1905, en París comenzó a correr el rumor de que había una joven oriental que bailaba en una casa particular, envuelta en velos que iba descartando uno a uno. Un periodista local, que la había visto bailar, informó que «una mujer del Lejano Oriente había llegado a Europa cargada de perfumes y joyas, para introducir la colorida opulencia oriental en la vida de la saciada sociedad de las ciudades europeas». Pronto todos supieron el nombre de la bailarina: Mata Hari.
Al principio de aquel año, durante el invierno, un pequeño y selecto público solía reunirse en un salón repleto de estatuas indias y otras reliquias, mientras una orquestato caba música inspirada en melodías hindúes y javanesas. Después de hacer esperar a su expectante público, Mata Hari aparecía de repente, ataviada de manera asombrosa: un corpiño de algodón blanco cubierto de joyas al estilo hindú, una banda en joyadaen la cintura, que sostenía uns arong que revelaba tanto como lo que ocultaba, y los brazos cubiertos de brazaletes. A continuación, Mata Hari danzaba en un estilo que nadie había visto antes en Francia, balanceando todo el cuerpo como si estuviese entrance. Decía a su entusiasta e intrigado público que sus danzas narraban historias de la mitología hindú y leyendas populares de Java. Pronto la crema y nata de la sociedad parisiense y embajadores de países lejanos competían por ser invitados al salón en el cual, según se rumoreaba, Mata Hari presentaba danzas sagradas bailando desnuda.
El público quería saber más de ella. Mata Hari dijo a los periodistas que en realidad era de origen holandés pero que se había criado en Java. También hablaba de su vida en la India, donde había aprendido las danzas sagradas hindúes y donde las mujeres «saben tirar con precisión, andan a caballo, hacen cálculo logarítmico y hablan de filosofía». Llegado el verano de 1905, a pesar de que pocos parisienses habían visto bailar a Mata Hari, su nombre estaba en boca de todos.
A medida que Mata Hari iba concediendo más entrevistas, la historia de sus orígenes cambiaba constantemente. Decía que se había criado en la India, que su abuela era hija de una princesa de Java, que había crecido en Sumatra donde había vivido «a caballo, con un arma en la mano, arriesgando la vida». Nadie sabía nada aciencia cierta sobre ella, pero a los periodistas no les importaban demasiado esos cambios en su historia. La comparaban con una diosa hindú, con una criatura salidade las páginas de Baudelaire y todo cuanto la imaginación quería ver en aquellamisteriosa mujer oriental.
En agosto de 1905, Mata Hari se presentó por primera vez en público. Las multitudes que se apiñaban para verla la noche del estreno causaron un verdadero tumulto. La bailarina oriental se había convertido en un objeto de culto, que dio origen a numerosas imitaciones. Un crítico de la época escribió: «Mata Hari personifica la poesía de la India, su misticismo, su voluptuosidad y su mágico encanto». Otro comentó: «Si la India posee tesoros inesperados como este, todos los franceses emigrarán hacia las orillas del Ganges».
Pronto la fama de Mata Hari y sus danzas sagradas indias se extendieron más alláde las fronteras de París. La invitaron a Berlín, Viena, Milán. Durante los años siguientes actuó en toda Europa, se codeó con los más altos círculos sociales y ganódinero suficiente como para disfrutar de una independencia pocas veces conocida poruna mujer de aquella época. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, la arrestaron en Francia, la juzgaron, condenaron y ejecutaron por ser una espía alemana. Solo durante el juicio se supo la verdad: Mata Hari no era ni de Java ni de la India, no se había criado en Oriente ni llevaba una gota de sangre oriental en sus venas. Su verdadero nombre era Margaretha Zelle, y provenía de la tranquila provincia de Frisia, al norte de Holanda.