Cuando mucha gente hace discursos pragmáticos y defiende nuestra adaptación a los hechos, acusando al sueño y a la utopía no solo de ser inútiles, sino también de ser inoportunos en cuanto elementos que necesariamente forman parte de toda practica educativa que desenmascare las mentiras dominantes, puede parecer extraño que yo escriba un libro llamado Pedagogía de la esperanza: un reencuentro con la pedagogía del oprimido.
Para mi, en cambio, la practica educativa de opción progresista jamás dejara de ser una aventura de revelación, una experiencia de desocultamiento de la verdad. Es porque siempre he pensado así por lo que a veces se discute si soy o no un educador. Eso fue lo que ocurrió en un encuentro realizado recientemente en la UNESCO, en Paris, según me conto uno de los que participaron en el, en que representantes latinoamericanos me negaban la condición de educador. Que obviamente no se negaban a si mismos. Criticaban en mi lo que les parecía mi politización exagerada.
No percibían, sin embargo, que al negarme a mi la condición de educador, por ser demasiado político, eran tan políticos como yo. Aunque ciertamente, en una posición contraria a la mia. Neutrales no eran, ni podrían serlo.
Por otra parte, debe de haber un sinnumero de personas que piensan como un profesor universitario amigo mio que me pregunto, asombrado: “¿Pero como, Pablo, una Pedagogía de la esperanza en medio de una desvergüenza como la que nos asfixia hoy en Brazil?”
Es que la “democratización” de la desvergüenza que se ha adueñado del país, la falta de respeto a la cosas publica, la impunidad, se han profundizado y generalizado tanto que la nación ha empezado a ponerse de pie, a protestar. Los jóvenes y los adolescentes también salen a la calle, critican, exigen seriedad y transparencia. El pueblo clama contra las pruebas de desfachatez. Las plazas publicas se llenan de nuevo. Hay una esperanza, no importa que no sea siempre audaz, en las esquinas de las calles, en el cuerpo de cada una y de cada uno de nosotros. Es como si la mayoría de la nación fuera asaltada por una incontenible necesidad de vomitar ante tamaña desvergüenza.
Por otro lado, sin poder siquiera negar la desesperanza como algo concreto y sin desconocer las razones históricas, económicas y sociales que la explican, no entiendo la existencia humana y la necesaria lucha por mejorarla sin la esperanza y sin el sueño. La esperanza es una necesidad ontológica; la desesperanza es esperanza que, perdiendo su dirección, se convierte en distorsión de la necesidad ontológica.
Como programa, la desesperanza nos inmoliliza y nos hace sucumbir al fatalismo en que no es posible reunir las fuerzas indispensables para el embate recreador del mundo.
No soy esperanzado por pura terquedad, sino por imperativo existencial e histórico.
Esto no quiere decir, sin embargo, que porque soy esperanzado atribuya a mi esperanza el poder de transformar la realidad, y convencido de eso me lance al embate sin tomar en consideración los datos concretos, materiales, afirmado que con mi esperanza basta. Mi esperanza es necesaria pero no es suficiente. Ella sola no gana la lucha, pero sin ella la lucha flaquea y titubea. Necesitamos la esperanza critica como el pez necesita el agua incontaminada.
Pensar que la esperanza sola transforma el mundo y actuar movido por esa ingenuidad es un modo excelente de caer en la desesperanza, en el pesimismo, en el fatalismo. Pero prescindir de la esperanza en la lucha por mejorar el mundo, como si la pura cientificidad, es frívola ilusión. Prescindir de la esperanza que se funda no solo en la verdad sin en la calidad ética esencial, como digo mas adelante en el cuerpo de esta Pedagogía de la esperanza, es que esta, en cuanto necesidad ontológica, necesita anclarse en la práctica. En cuanto necesidad ontológica la esperanza necesita de la practica para volverse historia concreta. Por eso no hay esperanza en la pura espera, ni tampoco se alcanza lo que se espera en la espera pura, que así se vuelve espera vana.
Sin un mínimo de esperanza no podemos ni siquiera comenzar el embate, pero sin el embate la esperanza, como necesidad ontológica, se desordena, se tuerce y se convierte en desesperanza que a veces se alarga en trágica desesperación. De ahí que sea necesario educar la esperanza. Y es que tiene tanta importancia en nuestra existencia, individual y social, que no debemos experimentarla en forma errada, dejando que resbale hacia la desesperanza y la desesperación. Desesperanza y desesperación, consecuencia y razón de ser de la inacción o del inmovilismo.
En las situaciones límite, más allá de las cuales se encuentra lo “inédito viable”, a veces perceptible, a veces no, se encuentran razones de ser para ,ambas posiciones: la esperanzada y la desesperanzada.
Una de las tareas del educador o la educadora progresista, a través del análisis político serio y correcto, es descubrir las posibilidades- cualquiera que sean los obstáculos-para la esperanza, sin la cual poco podemos hacer porque difícilmente luchamos, y cuando luchamos como desesperanzdos o despesperados es la nuestra una lucha suicida, un cuerpo a cuerpo puramente vengativo. Pero lo que hay de castigo, de pena, de corrección, de penitencia en la lucha que hacemos movidos por la esperanza, por el fundamento ético-histórico de su acierto, forma parte de la naturaleza pedagógica de proceso político del que esa lucha es expresión. No será equitativo que las injusticias, los abusos, las extorsiones, las ganancias ilícitas, los tráficos de influencia, el uso del cargo para la satisfacción de intreses personales, que nada de eso por lo que con justa ira luchamos ahora en el Brasil se corrija, como no será correcto que todas y todos los que fueran juzgados culpables no sean castigados severamente, aunque dentro de la ley.
No basta para nosotros, ni es argumento valido, rconocer que nada d eso es “privilegio” del Tercer Mundo, como a veces se insinúa. EL Primer Mundo siempre ha sido ejemplar en escándalos de todo tipo, siempre ha sido modelo de maldad y de explotación. Basta pensar en el colonialismo, en la matanza de los pueblos invadidos, sometidos, colonizados; en las guerras de este siglo, en la discriminación racial, vergonzosa y envilecedora, en el saqueo que ha perpetrado. No, no tenemos el privilegio de la deshonestidad, pero ya no podemos tolerar los escándalos que nos hieren en lo mas profundo de nuestro ser.
Que conismo- entre decenas de otros- es de ciertos políticos que, pretendiendo ocultar a sus electores- que tienen absoluto derecho a saber que hacen en el Congreso y por que lo hacen-defienden con aires puritanos, en nombre de la democracia, el derecho a esconderse en el “voto secreto” durante la votación del juicio al presidente de la Republica. ¿Por qué esconderse si no hay riesgo, el mas mínimo, de verse ofendidos en su integridad física? ¿ Por que esconderse cuando proclaman la “pureza”, la “honradez”, la “inatacabilidad” de su presidente? Pues que asuman su opción con dignidad. Que expliquen su defensa de lo indefendible.
La Pedagogía de la esperanza: un reencuentro con la pedagogía del oprimio en un libro así, escrito con rabia, con amor, sin lo cual no hay esperanza. Una defensa de la tolerancia- que no se confunde con la connivencia- y de la radicalidad; una critica al sectarismo, uno comprensión de la posmodernidad progresista y un rechazo de la conservadora, neoliberal.
En un primer momento, intento analizar o hablar de tramas de la infancia, de la juventud, de los comienzos de la madurez en que la Pedagogía del oprimido con que me reencuentro en este libro se anunciaba e iba tomando forma, primero oral y después gráficamente.
Algunas de esas tramas terminaron por traerme al exilio al que llego con el cuerpo mojado de historia, de marcas culturales, de recuerdos, de sentimientos, de dudas, de sueños rotos pero aguas tibias del Atlantico, de la “lengua errada del pueblo, lengua tramas que traía en el cuerpo añadi la marca de nuevos hechos, nuevos saberes que se constituían entonces en nuevas tramas.
La Pedagogía del oprimido surge de todo eso y hablo de ella, de como aprendí a escribirla e incluso de como, al hablar de ella primero, fui aprendiendo a escribirla.
Después, en un segundo momento del libro actual, retomo la Pedagogía del oprimido. Discuto algunos de sus momentos, analizo algunas criticas que se le hicieron en los años setenta.
En el tercer y ultimo momento de este libro hablo ampliamente de las tramas que tuvieron como personaje casi central a la propia Pedagogía del oprimido. Es como si estuviera- y en el fondo estoy- reviviendo, y al hacerlo repensando, ciertos momentos singulares de mi vagabundear por los cuatro rumbos del mundo al que fui llevado por la Pedagogía del oprimido. Sin embargo, tal vez deba dejar claro para los lectores y las lectoras que al referirme a la Pedagogía del oprimido y hablar hoy de tramas vividas en los años setenta no estoy asumiendo una posición nostálgica. En verdad, mi reencuentro con la Pedagogía del oprimido no tienen el tono de quien habla de lo que ya ocurrió, sino de lo que esta ocurriendo.
Las tramas, los hechos, los debates, los discusiones, los proyectos, las experiencias, los diálogos en que participe en los años setenta, teniendo como centro la Pedagogía del oprimido, me parecen tan actuales como otros a los que me refiero, de los años ochenta y de hoy.
Quisiera ahora, en estas palabras primeras, agradecer a un grupo de amigos y amigas, en el Brasil y fuera de el, con quienes, antes incluso de empezar a trabajar en esta Pedagogía de la esperanza, conversé sobre el proyecto y de quienes recibí importante estimulo.
Ana Maria Freire, Magdalena Friere, Weffort, Maria de Fatima Freire Dowbor, Lutgardes Friere, Ladislau Dowbor, Celso Beisiegel, Ana Maria Saul, Moacir Gadotti, Antonio Chizzotti, Adriano Nogueira, Marcio Campos, Carlos Arguelo, Eduardo Sebastiani Ferrerira, Adao J. Carsoso, Henry Giroux, Donaldo Marceo, Peter Park, Peter McLaren, Ira Shor, Stanley Aronowitz, Raul Magaña, Joao Batista F. Pinto, Micheal Apple, Madeleine Groumet, Martin Carnoy, Carlos Torres, Eduardo Hasche, Alma Flor Ada, Joaquim Freire, Suanne Mebes, Cristina Freire Heiniger y Alberto Heiniger.
Quisiera expresar también mi agradecimiento a Ana Maria Freire, mi esposa, por las excelentes notas que aclaran y completan aspectos importantes de mi texto.
Me siento igualmente en deuda con Suzie Hartmann Lontra que paciente y dedicadamente reviso conmigo la dactilografía de los originales. Digna de nota fue también la eficiente colaboración de mi secretaria, Regina M. Silva Bueno.
Por otra parte, no podría dejar de expresar aquí mi reconimiento a Werner Linz por el entusiasmo con que siempre discutió conmigo, personalmente o por carta, el proyecto de este libro, el mismo entusiasmo con que, hace veintitrés años recibió en Nueva York el manuscrito de la Pedagogía del oprimido que edito.
Finalmente, a Marcus Gasparian, una de las mejores presencias brasileñas, hoy, entre los editores buenos y sensibles, mi abrazo fraterno de admiración y mi agradecimiento por el gusto con que constantemente discutió conmigo sobre lo que llegaría a ser Pedagogía de la esperanza: un reencuentro con la pedagogía del oprimido.