P. T. Barnum, el más importante empresario de espectáculos del siglo XIX en los Estados Unidos, comenzó su carrera como asistente del propietario de un circo, Aaron Turner. En 1836 el circo sedetuvo en Annapolis, estado de Maryland, para dar una serie de funciones. La mañana del estreno, Barnum salió a pasear por la ciudad, vestido con un traje negro nuevo. La gente comenzó a seguirlo.Alguien de la multitud exclamó que se trataba del reverendo Ephraim K. Avery, un hombre de mala fama, absuelto del cargo de asesinato pero aún considerado culpable por la mayoría de los estadounidenses. La furiosa multitud hizo trizas el traje de Barnum y estuvo a punto de lincharlo. Tras varios intentos desesperados, Barnum, convenció al fin a la gente de que lo siguieran hasta el circo, donde podrían verificar su identidad.
Una vez allí, el viejo Turner confirmó que se trataba de una broma: él mismo había difundido el rumor de que Barnum era Avery. La multitud se dispersó, pero Barnum, que estuvo a punto de ser asesinado por la plebe, no disfrutó en absoluto de labroma. Quería saber por qué su jefe se había valido de semejante treta. «Mi querido Barnum —contestó Turner—, todo esto sucedió para nuestro bien. Recuerda que lo único que necesitamos para asegurar nuestro éxito es notoriedad». Y lo cierto es que en la ciudad todos hablaban de la broma de Turner y, durante todo el tiempo que permaneció en Annapolis, el circo se llenó de gente noche tras noche. Barnum había aprendido una lección que no olvidaría nunca.
La primera gran empresa propia de Barnum fue el American Museum, una colección de curiosidades, ubicado en la ciudad de Nueva York. Cierto día, un mendigo abordó a Barnum en la calle. En lugar de darle dinero, Barnum decidió emplearlo. Lo llevó al museo, le dio cinco ladrillos y le indicó que diera, a paso lento, la vuelta a varias manzanas del área del museo. En determinados sitios debía dejar un ladrillo en la acera, conservando siempre un ladrillo en la mano. En el camino de regreso, debía reemplazar cada uno de los ladrillos que había dejado en la calle por el que tenía en la mano. Todo esto debía ejecutarlo con expresión seria y sin contestar pregunta alguna. Cuando llegara de regreso al museo, debía entrar, recorrer el interior, salir por la puerta trasera y repetir el mismo circuito depositando y reemplazando ladrillos.
Durante la primera de las caminatas del hombre por las calles de la ciudad, cientos de personas observaron sus misteriosos movimientos. Al recorrer el circuito por cuarta vez, se vio rodeado de curiosos que discutían tratando de determinar qué era lo que estaba haciendo. Cada vez que entraba en el museo, lo seguían varias personas que pagaban la entrada para continuar observándolo. Muchos de esos visitantes, atraídos por la colección del museo, se quedaban. Al cabo del primer día de trabajo, el hombre de los ladrillos había llevado a más de mil personas al museo. Algunos días más tarde, la policía le ordenó desistir de sus caminatas, dado que la muchedumbre que atraía bloqueaba el tránsito. El hombre de los ladrillos cesó suactividad, pero para entonces miles de neoyorquinos habían entrado en el museo y muchos se habían convertido en ardientes admiradores del espectáculo de P.T. Barnum.
Barnum solía ubicar una banda de músicos sobre un balcón que daba a la calle, bajo un enorme cartel que proclamaba: «Música gratuita para millones». «Cuánta generosidad», pensaban los neoyorquinos mientras se congregaban para escuchar los conciertos gratuitos. Pero Barnum se esforzó por contratar los peores músicos que pudo encontrar, de modo que a poco de que la banda ejecutara los primeros compases, la gente se apresuraba a comprar entradas para el museo, donde estarían a salvo del ruido de la banda y de la multitud que la abucheaba.
Una de las primeras curiosidades con las que Barnum recorrió el país fue Joice Heth, una mujer que, según Barnum, tenía 161 años de edad y había sido el ama de leche de George Washington. Alcabo de varios meses, el público comenzó a ralear y Barnum envió una carta anónima a los diarios, en la que afirmaba que Heth era un fraude. «Joice Heth —afirmaba la carta— no es un ser humano sino un autómata, construido con huesos de ballena, goma y gran cantidad de resortes». Quienes antes no se habían molestado en ver a Heth de inmediato se sintieron picados por la curiosidad, y quienes ya la habían visto pagaron por verla de nuevo para comprobar si era cierto el rumor de que se tratabade un robot.
En 1842 Barnum compró un esqueleto de una supuesta sirena. Esta criatura se parecía a un mono con cuerpo de pez, pero la cabeza y el cuerpo estaban perfectamente unidos, lo cual constituía una verdadera maravilla. Tras algunas investigaciones, Barnum comprobó que el extraño ser había sido armado en Japón, donde el fraude había causado gran revuelo.
A pesar de conocer la verdad, Barnum publicó artículos en los diarios de todo el país, para anunciar la captura de una sirena en las Islas Fiji. También suministró a los diarios xilo grabados y pinturas que representaban sirenas. Cuando al fin exhibió el espécimen en su museo, ya se había desatado una polémica nacional sobre la existencia de tales seres mitológicos. Algunos meses antes de la campaña de Barnum, a nadie le importaba si las sirenas existían o no, o qué eran. No obstante de pronto todo el mundo comenzó a hablar de las sirenas como si fuesen reales. Las multitudes afluyeron en cantidades que marcaban todo un récord, para ver a la Sirena de las islas Fiji y escuchar los debates sobre el tema.
Algunos años más tarde, Barnum realizó una gira por Europa con el general Tom Thumb, un enano de cinco años, oriundo de Connecticut, de quien Barnum afirmaba que era un niño inglés de once años de edad, al que él había entrenado para que hiciera varias proezas circenses. Durante aquella gira, el nombre de Barnum concitó tal atención del público que la reina Victoria, paradigma de sobriedad, exigió que llevaran al talentoso enano al palacio de Buckingham, para una audiencia privada. La prensa inglesa trató de poner en ridículo a Barnum, pero la reina Victoria se divirtió muchísimo con él y siguió respetándolo siempre.